lunes, 29 de diciembre de 2008

LOST.

PERDIDOS.


Inauguramos aquí una extraña –y probablemente, esporádica- sección de críticas televisivas.

Acabo de terminar de ver todo lo que se puede ver de la serie de ABC Perdidos, y la verdad sólo puedo decir que estoy en estado de shock.
Rara vez, y de manera muy inusual una mega serie de TV me había conseguido atrapar y dejar enganchado al sillón. No soy muy de series, no tengo constancia, lo asumo. Tal vez me pasara hace años con V, de niño con Los Caballeros del Zodiaco y ya más mayor con las primeras temporadas de Héroes, House o la única y excelente de Firefly. Por lo que se puede decir que quitando a los soldaditos de Atenea nunca me he afiliado a ningún club de riadas de capítulos sin fin. Bueno, una vez me obligaron a ver entera la serie de Sexo en NY, pero eso fue una encerrona.
El caso es que debido a mi natural desapego a la caja tonta y a mi empecinante cabezonería, me había resistido a las aventuras de los Perdidos durante cuatro años -igual que ahora me resisto a Prison Break- lo que me ha dado la posibilidad de zumbarme las cuatro temporadas en la isla en poco menos de lo que dura un embarazo. Y es que una vez empecé a conocer a los supervivientes del 815 de Oceanic, me ha costado separarme de ellos más de lo que lleva despegarse un tensoplast y no sé ya cómo esperar a que comience la quinta temporada allá por el final de enero.



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sábado, 27 de diciembre de 2008

QUANTUM OF SOLACE



(Cuánto sol hace)

Hace muchos años que James Bond dejó de ser un tipo siniestro, ambiguo y al borde de la ley, para convertirse, primero, en un fantasma simpaticón (Moore), después en un sosías carapalo (Dalton), y por último en un chuloputas con jeta de Remington Steel y maneras de pseudo dandy. Con la aparición de Daniel Craig en Casino Royale me asaltaron las dudas de cuántas películas de Bond más sería capaz de soportar y medité seriamente la posibilidad de dar a 007 por perdido antes de tiempo.

Antes de tiempo, digo, porque una vez terminé de ver su primera escena, en crudo blanco y negro, sangre, testosterona y mala leche en cantidades desconocidas para Bond, tuve que claudicar y admitir que mi hombría heterosexual acababa de resultar herida para siempre.

¡Ése era James Bond! ¡Craig era el Bond que quería ver! Duro, seco, insensible, un asesino, joder, no un guaperas con puntería y buena suerte. Un Bond atlético, viril pero sobretodo humano, capaz de sufrir, sentir y levantarse. Y Casino Royale resultó para mi gusto una de las mejores películas de la saga. Una trama compleja pero verosímil, y guión redondo, tenso, unos personajes de carne y hueso y mucho, mucho Bond.

007 volvía al género de espias, con misterio, con algo más detrás de esas habituales tramas manidas de “chalado megalomaniaco ha inventado un método muy sutil para dominar el mundo”. Y adoré a Bond, a Vesper, a M y a la madre que los parió a todos. No podía esperar con más ganas esta Quantum of Solace.

Pues madre mía, pa qué las prisas. Yo no sé si por el cambio de director (no llega a tanto mi cutre cinefilia) o por problemas durante el rodaje o porque el guionista (me niego a creer que una cosa tan simple la hayan podido perpetrar entre más de uno) se estaba tocando los cojones, lo cierto es que la nueva de Jaimito Bond está a años luz de su predecesora.


El punto de partida me parecía genial, continuar la historia casi donde la dejamos. Y la peli no empieza mal, con una persecución en coche que te deja las uñas grapadas a la butaca. Pero a partir de ahí desbarra que da gusto durante yo no se ni cuántas horas por una sucesión de nombres, lugares, espías, traidores, escenas trepidantes y diálogos tan enigmáticos que dudo yo de si alguien habrá sido capaz de entender toda la película.

El guión, que es ya de por sí irrisorio, queda ventilado en un bla bla bla constante que parece importarle muy poco incluso al director. Lo que prima aquí son las escenas de acción, una detrás de otra, sin respiro, sin espacio para desarrollar personajes o trama entre ellas. Mola el tiroteo en la ópera, porque es distinto, pero de todo lo demás me quedo con una serie de explosiones, carreras, personajes que van y vienen y algunas muertes espontáneas.

Quatum of Solace defrauda de principio a fin, desde una de las canciones más HORRENDAS de toda la saga Bond hasta un villano tan insulso como torpe y pusilánime.


Es una película que no contacta, no llega, te deja frío y con cara de “psé, al menos salían chicas guapas”. Pero una vez más, noooooooooo! Porque la rusa con doblaje de pájaro loco está diez veces más fea y mal maquillada que en cualquiera de las mil sesiones de fotos con que nos han bombardeado en los últimos meses, y la otra, tan mona como inverosímil agente secreto, dura lo que un suspiro. Eso sí, tiene una muerte bien pringosa.

En definitiva, que “Cuánto sol hace” no es más que eso, una sucesión de acción, diálogos codificados para iniciados y ¡¡¡nada de sexo!!! ¿Qué te ha pasado, 007?

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viernes, 26 de diciembre de 2008

La película más corta de la historia



Visto en: Mi Mesa Cojea

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lunes, 15 de diciembre de 2008

Feliz cumpleaños.



Las normas estaban claras. Cada gemela compraría el regalo de la otra por separado, saldrían en direcciones opuestas por la zona comercial y si se cruzaban disimularían con un gesto de cabeza y mirando para otro lado. Justo una hora después, con todo bien empaquetado, volverían a encontrarse en la puerta del cine.
Erika se despidió de su hermana Camila a las diecinueve cero cero y empezó a caminar entre las tiendas. En algún lugar entre Mango y H&M la sombra le apretó el pañuelo húmedo contra la nariz y la boca. Cuando volvió a despertar no sabía qué hora era, estaba en una habitación cuadrada y vacía, de paredes, suelo y techo de metal oxidado, como una jaula de mugre y roña. No se escuchaba ningún ruido, aparte del traqueteo de una especie de turbina, como un ventilador gigante. Estaba completamente desnuda a excepción de sus braguitas de algodón y una camiseta naranja de hombre, tres tallas mayor que la suya, que le llegaba por las rodillas y en la que alguien había pintado su nombre en rojo con brochazos desiguales: EriKa.
Sólo había un mueble en la habitación, una especie de carrito metálico para llevar medicinas. Tenía una jeringuilla usada encima, por lo demás estaba vacío. Erika encontró una puerta a su espalda y salió a un luminoso pasillo. La intensa claridad le hizo daño en los ojos y la sensación de mareo le hizo notar el bulto que tenía en la frente. Lo rozó con los dedos y encontró el tacto viscoso de unos puntos de sutura, alguien le había cosido una herida como quien remienda una muñeca rota. No recordaba haberse hecho esa herida.
El pasillo era largo como el corredor de un motel, enmoquetado, e igual que éste tenía puertas a ambos lados, aunque Erika no pudo contar cuántas. Corrió a trompicones hacia un extremo del pasillo: la puerta estaba cerrada, y después hacia el otro, pero el ascensor no funcionaba. Demasiado atolondrada para pensar, empezó a probar con las sucesivas puertas, sabía que alguna la ayudaría a salir de allí. Eso era lo único que quería, y cuanto antes.
Las dos primeras estaban cerradas, no parecían poder abrirse sin su correspondiente llave, sin embargo la siguiente no tenía el pestillo echado. Erika la abrió y asomó la cabeza, tanteó la pared pero no dio con el interruptor de la luz, de manera que la oscuridad no le permitió ver la bandeja de aluminio, el espejo tocador y el bisturí quirúrgico. Se alejó de allí y abrió la puerta de al lado, también estaba oscuro pero el olor a comida le hizo entrar y cerrar la puerta tras de sí. La luz se encendió al instante.
Había comida, sí, dos estantes repletos de embutidos, conservas y botellas de vino. Y en el centro de la habitación dos enormes perros negros que devoraban a medias una pierna de mujer como si no hubieran comido en semanas. La pareja de dobermans levantó la cabeza casi a la vez y encontró a Erika apretada contra la puerta, incapaz de mover un músculo. Los dos perros le mostraron los dientes y empezaron a caminar hacia ella, cuando logró encontrar el picaporte comenzaron a correr. Consiguió saltar al pasillo y encerrarles en la habitación antes de que se le echasen encima. A partir de entonces tendría más cuidado al probar una puerta.
Avanzó unos metros más por el pasillo, temblando a la vez de miedo y de frío, y encontró tres habitaciones más cerradas, en la cuarta sí pudo asomarse pero también estaba a oscuras. La única manera de encender la luz era entrar y cerrar la puerta. La habitación estaba en silencio y no percibía ningún olor. Pasó, cerró, y un trío de tubos fluorescentes parpadeó hasta encenderse por completo y descargar una luz azul sobre la habitación. Paredes y suelo parecían de espejo, había una mesa de comedor en el centro, y sobre ésta una jarra de agua y dos vasos de cristal. Erika se dirigió hacia ellos, se sirvió agua y en el momento de levantar el vaso cayó del techó una lámina de acero que cortó la mesa en dos, y que le hubiera partido a ella por la mitad si no hubiera tenido la suerte de que sus reflejos todavía funcionaran. ¿Dónde demonios estaba?
Retrocedió sobre sus pasos y regresó al pasillo. Esta vez no estaba sola. A su derecha, apenas a quince metros, había un hombre de espaldas a ella. Era alto, musculoso, llevaba una camiseta de tirantes y una capucha negra. Hablaba por teléfono en una lengua que Erika no conocía. Aprovechó para cruzar con sigilo el pasillo y entrar en la puerta de enfrente. Por suerte estaba abierta. Al cerrarla se encendió la luz. Tampoco era la salida.
Era una habitación más grande, parecida a una sala de espera. Tenía tres sillones sucios y desvencijados formando una ele frente a una televisión rota. En las paredes había restos de papel pintado y colgaba del techo un ventilador que parecía haber sido destrozado a golpes. Al fondo había una puerta, Erika escuchó los ruidos de cadenas del otro lado cuando ya casi estaba dentro.
La luz se encendió en aquel cuarto estrecho y agobiante, una luz rojiza como en el estudio de un fotógrafo. Las paredes eran de madera pero no llegaban hasta el techo, por detrás escondían alguna especie de mecanismo. Había dos hombres amarrados con grilletes a las paredes, pies en una, manos en otra, y el mecanismo tiraba de ellos descoyuntándolos con ese ruido de cadenas que Erika había escuchado. Los dos habían muerto. De uno, los brazos habían quedado colgando apenas por la piel, eran lo único que mantenía su cuerpo unido, el otro había reventado como un saco de sangre y el movimiento de la pared lo arrastraba por el suelo.
Erika contuvo las náuseas y cruzó la habitación de tortura para volver al pasillo, miró primero, y salió al comprobar que el hombre del móvil ya no estaba. Continuó probando todas las puertas, y en una encontró unas escaleras. Bajar o subir, y todas las viviendas tienen la salida por abajo.
Cada tramo de escalera estaba iluminado por un pequeño dispositivo en la pared. Erika descendió dos de esos tramos, todo lo que se podía, y encontró una puerta cerrada. Volvió a subir, y regreso al pasillo un piso por encima de donde había despertado.
Estaba igual de vacío que el otro, pero en lugar de limpio y luminoso, éste era lúgubre y decadente, como si lo hubieran abandonado. Tenía tantas habitaciones como el de abajo. La primera puerta estaba cerrada, la segunda, no.
La luz se encendió en cuanto Erika cerró la puerta a su espalda, se agarraba al picaporte por si tenía que salir corriendo de nuevo. Encontró una serie de taquillas, como en un vestuario deportivo. La mayoría estaban abiertas, reventadas a golpes, y todas estaban sucias e invadidas por el óxido. De alguna de ellas surgía el sonido de una caja de música.
La curiosidad mató al gato, pensaba Erika mientras se acercaba a las taquillas, despacio, asustada. Examino cada puerta, abierta o cerrada, y de repente la caja de música calló. Clic.
Erika salió de la habitación y regresó al pasillo en mitad de un chirrido agudo. Tenía ante sí una silla de ruedas volcada, una vieja silla que antes no estaba ahí. Una de las ruedas giraba y giraba sin cesar, chirriando lentamente. Desde debajo de la silla surgía un camino de sangre que manchaba el suelo desnudo del pasillo. Se perdía en la penumbra pero Erika pudo seguirlo hasta una puerta varios metros más adelante. Entró, y cuando se hizo la luz encontró a un hombre desnudo, golpeado como ella, era calvo y delgado y tenía unas grandes ojeras. Estaba sentado en el suelo de una especie de biblioteca, había encontrado un abrecartas y se estaba acuchillando con él el muslo derecho, destrozando la carne y haciendo brotar la sangre de una herida mal cosida que a Erika le recordó a la de su propia frente. Cuando la vio, levantó el cuchillo y lo apuntó hacia ella.
¡Sácamelo! ¡Sácamelo!
Erika se dio la vuelta horrorizada y salió de la habitación. Escuchó el gruñido demasiado tarde. Los perros de abajo, o quizá otros diferentes, estaban libres y la amenazaban desde el extremo del pasillo. Gruñían sin quitarle la vista de encima y babeaban a través de sus dientes apretados. De pronto empezaron a correr.
No eran dos, eran por lo menos cinco, iban a por ella y no tenía con qué defenderse, además, el estrechó pasillo no ofrecía ninguna protección. Esquivó al primero de un salto y probó suerte con una puerta cerrada, el segundo perro logró morderla en la pantorrilla, se lo quitó de encima de una sacudida. Dos puertas más cerradas y a la tercera se coló en una habitación antes de que otro de los dobermans le destrozase la cara. La luz ya estaba encendida y el tipo de la capucha estaba dentro. Sostenía una sierra eléctrica por encima de una camilla de hierro sobre la que otro hombre estaba perdiendo los miembros uno a uno. Erika empezó a gritar, el de la capucha abandonó su cometido y empezó a perseguirla por la habitación con la sierra en alto. Imposible regresar al pasillo, Erika encontró un corredor al fondo del cuarto y otra puerta más al otro lado. Rezó porque estuviera abierta y se abalanzó contra ella antes de ser alcanzada por el encapuchado. Entró y cerró tras de sí con pestillo, cerrojo y todo lo que encontró a mano. Al instante se encendieron una serie de focos que apuntaban a la pared contraria. Una pared de metal, como una rejilla de acero, en la que habían encadenado a su hermana Camila, brazos y piernas amputados, languideciendo mientras se desangraba sobre cuatro cubos de plástico.
Camilla había perdido el oído y la vista, apenas podía llorar. Erika bordeó la habitación incapaz de contener el llanto y al borde de la histeria mientras el gigante de la sierra aporreaba la puerta. La chica salió por el otro lado y encontró al final del pasillo la puerta del ascensor. Funcionaba.
Pulsó el piso más bajo y el elevador la llevó hasta el interior de un jardín. Más bien una selva descontrolada de plantas y hierbajos entremezclados que no parecía recibir ningún cuidado. El sonido vibrante de las luces de invernadero zumbaba como en un panal, y junto a él zumbaba algo más, el más de un centenar de avispas que se cernieron sobre Erika en cuanto ésta salió del ascensor.
La joven echó a correr sin rumbo fijo, esquivando hiedras y enredaderas con la nube de aguijones a su espalda. Salió por una puerta más allá de un grupo de violetas y aterrizó en un corredor angosto y oscuro que regresaba a la mansión. Lo dejó atrás y llegó a un tercer pasillo de habitaciones, las arañas se acumulaban en el suelo rodeando un cuerpo embalsamado en un saco de telaraña. Erika lo vadeó intentando no llamar la atención de los insectos y trató de abrir la puerta del fondo. Cerrada.
De pronto la herida de la cabeza le dolía demasiado, parecía palpitarle, como si el bulto tuviera en su interior un cascarón del que fuera a salir… cualquier cosa, a esas alturas. Los puntos de sutura eran firmes pero tremendamente irregulares, malos. Y el bulto estaba caliente, demasiado.
Abrió la puerta que tenía más cerca a su derecha y entró. Encontró una especie de cocina, más bien un cuarto de trinchar carne. Bebió agua del grifo y se armó con un cuchillo. Al fondo había una puerta cerrada pero rompió el cristal de una ventana y pasó al otro lado. Había tres hombres entorno a una mesa de metal cenando, tal vez desayunando, Erika no tenía ni idea de qué hora era. Parecían tan sorprendidos al verla como ella. Iban desnudos de cintura para arriba y tenían el pelo rapado. Les amenazó con el cuchillo y no hicieron nada por detenerla. Salió de la cocina por una puerta doble y entró en un hall impresionante, como el recibidor de un gran hotel, con lámpara de araña y cuadros de escenas de caza. Al pie de una escalera imperial estaba el hombre de la capucha, en realidad había cuatro. Sólo uno tenía la sierra eléctrica en la mano, reconoció al que había matado a su hermana. Todos la miraban, o parecían hacerlo a través de los pasamontañas. A su izquierda tenía la puerta de la mansión.
El bulto de la cabeza empezó a pitarle, pi-pi-piii, como una especie de alarma. Recordó los gritos del otro hombre intentando arrancárselo -¡Sácamelo! ¡Sácamelo!- de la pierna. Agarró con fuerza el picaporte, apretando los dientes y estrujando la empuñadura del cuchillo. En cuanto estuviera libre haría que la policía echara abajo ese sitio.
Pi-pi-piii.
Los tipos encapuchados la miraban, los que comían en la cocina también se asomaron. Giró el picaporte y miró hacia arriba, había un letrero, como un escudo heráldico sobre el dintel de la puerta.
No witnesses.
Erika no sabía inglés. Abrió del todo y cruzó el umbral de la puerta.
Pi-pi-pi-pi-pi-pi-pi-pi-piiiiii. Crock.
Silencio.
Los sesos de Erika encharcando el pavimento.

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martes, 18 de noviembre de 2008

Doomsday: El Día del Juicio



Doomsday

Mad Max del acero: rescate en Glasgow 28 días o semanas o minutos después.



Una mañana perdida en el otoño de 2007, despacho de Pez Gordo con Corbata, productor temerario:

-Oye, este tío ha hecho un par de películas rentables, ¿por qué no le ponemos en la mano chorrocientos millones de dólares y que nos haga lo que le salga de las pelotas?
Esa misma noche, salita de estar de Neil Marshall, cenita con colegas, El Diablo de la Carretera en el DVD y cigarritos de la risa para todos. Contando los billetes que el Pez Gordo con Corbata le ha puesto sobre la mesa:

-Eh, tíos, tíos, tengo una muy buena, ¿por qué no hacemos un refrito de nuestras pelis favoritas?
- ¿Se puede?
Marshall se encoge de hombros.
-Pse, claro. A mi me la suda. Ya verás como más de un capullo va a verla.
-¿Y tú crees que gustará?
-¿Es que tú no ves todos estos billetes?

Así nació Doomsday: El día que Neil Marshall descubrió el “Corta y Pega”.


¿Decepción? Joder, pues sí. No es que yo sea un gran fan de Neil Marshall, de hecho, me chirría bastante que todo el mundo alabe tanto una peli que a mí me dejó a medias, como The Descent, que sólo me gustaba regular hasta que salió el émulo de Gollum y a partir de entonces dejó de gustarme del todo. Sin embargo reconozco que no es mala peli y que consigue crear ese ambiente de claustrofóbica y agónica ansiedad que le da un puntito por encima de otras. A mí me gustó más Dog Soldiers, soy así de raro, pero igualmente creo que se desinfla a medida que el metraje avanza y termina como una patada en los cojones.

En todo caso, ¿qué narices ha hecho Neil Marshall con Doomsday?

Es sencillo de explicar. ¿Quién de nosotros no cogería un cheque en blanco de su productor y un despliegue brutal de medios y efectos especiales y tunearía sus clásicos más queridos para hacerlos a su gusto? La única pega para Marshall es que no tenía presupuesto para cinco películas sino sólo para una y tuvo a hacerlas todas juntas. Quiere homenajear tantas cosas que al final se caga en todas ellas. Tanta escena reconocible entorpece y distrae, devalúa y condena la película.

Porque Doomsday es un truño clasificado minipimer en algunos países. Un despropósito adrenalítico pero impersonal que dice muy poco de un director que apuntaba buenas maneras, por lo menos, maneras diferentes, y que se fuma la originalidad enrolladita en papel higiénico. No sé si me explico.

Lo que resulta de tanto póster flipante y de tanta imagen potente es porno a secas, una sucesión de secuencias sobrecargadas y excesivas que apenas conectan entre sí. Ni falta que hace.

(Por cierto que en Wikipedia dicen que Neil Marshall elaboró una lista de sus 9 películas favoritas entre las que está El Guerrero y la Hechicera”. Oh, Dios, mío...)


La película empieza con una atrocidad impresionante, secuencia inicial desmedida, alucinógena y tan inverosímil que deberían darnos con la entrada un bote de vaselina. Porque que un virus letal surja como de la brisa en toda Escocia y el Gobierno encierre a los escoceses tras un muro de acero de costa a costa es una burrada, pero que los militares abran fuego por sus cojones contra la multitud desesperada y las autoridades les dejen pudrirse allí durante años no es inverosímil, es una falta de respeto, que no somos idiotas.

Pues resulta que ¡25 años después! los satélites del gobierno que controlan la zona descubren otra vez vida humana. Pero vamos hombre, qué mierda de satélites son esos si, como vamos a descubrir enseguida, el pifostio que tienen montado en Escocia es para que se oigan los gritos y se vean las luces y el humo desde Irlanda.


A este pobre hombre le van a freír a tiros. Dos películas más como ésta y cuando un inglés coja una gripe le va a caer la del pulpo.


Da igual, nos lo tenemos que tragar también. Cuando el famoso virus segador aparece -¡flop!- en el centro de Londres, toma ya curso CCC de biología viral, el gobierno británico, que tiene alguna especie de plan pero que a Marshall se la suda, y así nos lo transmite a nosotros, envía al otro lado del muro a Rhona Mitra Plissken, con parche y todo. ¿Dónde está la fina línea que separa el homenaje del robo?


Pero los “homenajes” de Marshall no terminan ahí, ya que, como quién pone la bibliografía al final de un trabajo, uno de los soldados que acompañan a Alice, perdón, a Rhona Mitra, a la caza del antídoto se llama Carpenter y otro Miller, para que no queden dudas.

Hasta ese momento la película parecía caminar por la línea de 28 días después, Resident Evil o 28 semanas después, que por cierto, menudo pavor tienen los ingleses con los virus y la medicina, que digo yo que deben persignarse antes de entrar en una farmacia, pero de repente, nada más cruzar el famoso muro aparecemos en Australia, terreno del Mad Max de Miller, porque lo que ataca y por cierto derrota a nuestros hábiles e intrépidos especialistas de élite no es una manada de zombies hambrientos, sino una horda de ciberpunks puestos de ácido hasta las cejas que derriban sus carros blindados y les hacen prisioneros con poco más que hachas, cadenas y palos. Fíate tú del MI6.

Qué joyita… / Lo mejor de la película.


El lider de estos maníacos se llama Sol, dicho todo queda. Es una especie de Carlos Sobera oligofrénico, saltarín e hiperactivo que organiza shows circenses con mujeres desnudas antes de servir a sus huestes fileticos de carne humana.

Pa’ mear y no echar gota… No me reí, la vergüenza ajena y la impresión de que me estaban
tomando el pelo pudieron conmigo.

Pero eso no es todo, ni tampoco lo peor, porque cuando consiguen escapar del circo son ¿rescatados? por el otro bando en discordia, el resto de la población superviviente que vive bajo el gobierno de un científico ultrafanático en una aldea a la antigua usanza de la Edad Media.

Y digo yo: lo siento Señor Marshall por no haber visto su película en las mismas condiciones en las que usted la escribió, es decir, emporrado y con grandes dosis de alcohol al alcance de mi mano, pero ¿qué coño tiene que ver lo que le ha sucedido a esta gente con la vuelta a la edad media? ¿Cuántas tiendas de disfraces han tenido que saquear? ¿Cuántos museos? ¿Por qué renunciar a la electricidad, a los coches, al siglo XXI? ¿Es que Escocia no tiene recursos de que abastecerse y era necesario el retorno a la vida feudal? ¡Joder que hacen torneos y hay tíos vestidos con armadura! ¿En qué estabas pensando, Neil, angelito?




Observen una de las escenas eliminadas de este engendro. Aquí vemos lo que realmente quería hacer Marshall.



Lo más descacharrante es que uno de los bandos tiene electricidad, coches y hasta música, pero vive oculto en las antiguas ciudades, y el otro no se oculta una mierda -¿dónde estaban esos satelites?- pero no tiene de nada. Incoherente por todos lados.

¡Y una vuelta de tuerca más! Todo es tan surrealista, tan estúpido y manipulador que como por arte de magia aparece en Camelot un cochazo Bentley que llevaba en una caja 25 años y al que no sólo no le ha entrado polvo sino que se le conserva la gasolina y mantiene intactas todas sus capacidades.

Navidad, Navidad, dulce Navidaaaad...


Pues ahí vamos, que la ocasión la pintan calva, piensa Snake Mitra. Se lleva a los colegas que le quedan y a una nativa que -literal- no sabe para qué sirve un coche y sale quemando goma del Reino del Dragón de regreso al muro de Adriano. Por el camino se tropieza con el discretísimo autobús de Sol, que la cosa no iba a quedar así, pero claro, qué puede hacer él contra un Bentley Gran Reserva (por lo de conservarlo en barrica) y pierde la cabeza por el camino.


Pues punto pelota. La impávida heroína contacta con su estereotipado superior y sacan del país a la superviviente con la intención de utilizar su sangre para crear el antídoto del virus y salvar a la población de Londres, eso sí, cuando al gobierno le venga bien, que tampoco hay tanta prisa. Y en un epílogo para rizar el rizo y que vomiten los que no lo hayan hecho todavía, Rhona Mitra recupera la cabeza del Sol y se presenta a las oposiciones para nueva jefa del comando Ciberpunk. Se ve que le aburría lo de ser policía.


Si no puedes con ellos...


Vamos a ver.

“La peli no es mala”, dirán, “es que no se toma en serio...” ¡Coño, pues que haga reír! Pero no, no es Planet Terror y tampoco creo que vayan por ahí los tiros. No pocas películas homenajean a grandes clásicos de uno u otro género sin por ello perder la dignidad ni causar vergüenza ajena. Ni la insistente campaña publicitaria ni las expectativas generadas al contar con este director parecen enfocadas a crear una película ligera o que no se tome en serio a sí misma. Doomsday sí se toma en serio y sí pretende tener una entidad dentro del género de ¿terror? ¿ciencia ficción? que se desinfla desde que una bala destroza el ojo de una niña pequeña y la chiquilla ni llora.

Lo que tenemos aquí es una maniquí protagonista que sólo sabe poner un gesto durante toda la cinta, tal vez por eso veamos más veces su culo que su cara, es cierto, pero que Rhona Mitra está buenísima es algo que ya sabíamos antes de verla hundirse en un papel que le queda enorme.

Y aquí me enamoré de ella...


Lo que hace Neil Marshall es sodomizar cuatro o cinco clásicos de los últimos treinta años y restregarnos por la cara que puede hacer lo que le de la gana con ellos, sin importarle cuánto de lo icónico de aquellas películas míticas queden a la altura del betún.


Los personajes no tienen alma ni profundidad ninguna, ni siquiera el de la protagonista, con quién no llegamos a empatizar en ningún momento, que nos es tan antipática y distante como si fuera de escayola. Bob Hopkins anda perdido, dejando entrever que aceptó participar para cubrir algún atraso del alquiler, si no, no me lo explico. Pero lo de Malcom Macdowell... cuánta lástima darse cuenta de que el último buen trabajo de un actor fue el primero.

La trama es tan difícil de creer, de aceptar, que genera una distancia infranqueable entre nosotros y lo que estamos viendo, y así la población virulenta de Londres nos importa lo mismo que a su propio gobierno: un mojón. Ni que decir tiene lo que nos valen los miles de escoceses aislados, cada uno con su paranoia, manada de subnormales reducidos a monigotes por un guión que no les respeta. ¿En qué cambia su situación al final? ¿Qué pasa con ellos?

Intentando abarcar todas sus referencias, Doomsday parte de un guión plagado de lagunas en el que el motor principal, el famoso virus, deja de tener importancia a mitad de la película. Pero es que además nos proponen tantas incoherencias que dejamos de cuestionar lo que vemos. Así, nos vale que Inglaterra encierre a toda Escocia tras un muro y nadie haga nada durante 25 años, o que los satélites espía estén apuntando a cualquier lado durante todo ese tiempo, o que la gente sea capaz de seguir a un chalado hasta la edad media sin darle un capirotazo que le baje de la nube. Y así con todo: ¿Qué el virus se salta el muro y tropecientas poblaciones hasta llegar a los Londres? Lo normal. ¿Que el primer ministro se infecta y se pega un dramatísimo tiro? Pues ponemos a otro. ¿Que con la prota iban doce soldados y de repente sólo hay dos? Pues muy bien. ¿Qué las ventanas de una tanqueta blindada se rompen con un palo? Es que venía mal de fábrica. Nos lo tragamos todo, que dirían las hermanas Hilton, vamos, si hasta nos tragamos que Rhona Mitra lleva una microcámara en su ojo de cristal... Claro, y una Playstation en el culo.



Mira, pues en esta escena sí que me partí de risa...


Y con todo la película no aburre. Y no aburre porque Marshall saca a relucir todo su arsenal de casquería desde el primer minuto hasta el último, o sea que para los fans del gore más gratuito será hasta un peliculón de culto. Por que no sólo vemos cabezas humanas cercenadas o estallando contra las paredes. Vemos vacas pisoteadas por tanquetas, conejos reventados en primer plano y también un cuerpo humano fileteado a la brasa igual que el pollo en un Kebab Donner. Lo cierto es que sin esa casquería la película sería completamente infumable, pero con eso tampoco basta.

Y repito lo de antes, si al menos hiciera gracia...


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domingo, 16 de noviembre de 2008

Asesinato Justo




Mucho tiempo ha pasado desde aquella memorable y fugaz escena de Heat, pero mucho más es el tiempo que los más apasionados cinéfilos y admiradores de estos dos astros llevamos esperando para verlos juntos en pantalla y formando parte de una historia que mereciera la pena. Jon Avnet nos ofrece sólo una de estas dos cosas, porque si bien Asesinato Justo es la única oportunidad de admirar a DeNiro y Pacino compartiendo plano, la película como tal no pasa de un mero entretenimiento, muy alejado de los grandes hitos que ambos nos han regalado a lo largo de sus carreras.

La vieja pregunta de quién es el mejor actor de su generación, si Robert o Al, tendrá que ser respondida a partir de sus trabajos realizados hasta la fecha, es más, quizá debiéramos reducir la lista a sus películas del siglo XX, porque lo que parece claro es que para ninguno de los dos su mejor papel está todavía por llegar. No, desde luego, si siguen empeñados en aceptar roles tan planos y vacíos como los que llevan acumulados en los últimos años.

Pacino rompió en los setenta con su Michael Corleone y sus obras maestras ligadas al hampa y al género policiaco, El Precio del Poder o Atrapado por su pasado marcan un antes y un después en el cine americano. Por su parte, el talento de DeNiro, unido al de Scorsese apabulla con su presencia en Toro Salvaje o Taxi Driver y eso son sólo un par de perlas de una filmografía impresionante en ambos casos.




Lo que está claro es que Asesinato Justo no va a entrar en la lista de las 20 mejores películas de ninguno de los dos, lo que nos deja una sensación desoladora de ocasión perdida, de desaprovechamiento, de cuándo vamos a tener otra oportunidad para que un director –menos coñazo y más capaz que Avnet– consiga sacar lo mejor de dos de los más grandes genios que ha dado el cine americano.

Pero es que la película de Avnet, sin ser un bodrio ni mucho menos, es un producto menor teniendo cuenta su potencial. Es una historia seca, al uso, con giro de guión engañoso e incoherente y con una trama insulsa y mal llevada que además presenta peligrosos tintes fascistas. El pulso de la película es lento y dubitativo, como si no terminara de romper a contarnos algo, como si el preámbulo se alargara por dos horas de presentación de personajes, con la cámara regodeándose, casi de manera hedonista, en mostrar a los dos colosos que tiene delante.

Con la sensación de que Jon Avnet no supo en ningún momento qué hacer con lo que se le echaba encima, consciente de que Asesinato Justo jamás sería su película, sino que siempre será la película de Pacino y DeNiro, el cineasta dibuja un retrato frío y distante de dos inspectores en ocaso y de una realidad policial surrealista y manipulada.

Porque uno de los grandes fallos de Asesinato Justo es lo difícil de creernos lo que está pasando, de entrar en el juego que nos propone. Lo que narra es tan inverosímil, tan forzado, que en ningún momento podemos dejar de cuestionar que la policía de Nueva York sea tan inútil y sus maleantes tan confiados. Si para colmo le añadimos un guión tramposo que parece sacarse escenas de la manga… porque ¿a qué viene esa violación? ¿Ganas de inmolarse?


La película juega todas sus bazas a su pareja de actores. A un DeNiro que parece tener ganas de terminar cuanto antes –igual que en todas sus últimas intervenciones, por cierto– y a un Pacino que parece instalado en el histrionismo y la exageración como si desde Pactar con el Diablo se le hubiera quedado atascado el cerebro.

En fin, una pena. Como suele pasar, dos genios tan grandes no están hechos para compartir un mismo espacio. Tal vez más adelante, con una historia y un director que de verdad lo merezcan.

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jueves, 13 de noviembre de 2008

Voces.




El pasillo de la planta baja era oscuro y estrecho. Al fondo, una única luz brillaba en el umbral de las escaleras que bajaban al sótano, a la sala de la caldera, allí donde una noche más volvían a escucharse las voces.

Cristóbal era el tercer vigilante nocturno en lo que iba de año, el undécimo desde que, según la leyenda, empezaran a escucharse los gritos. Ninguno de sus predecesores habían terminado en condiciones de contarlo, tres estaban ingresados en diferentes centros psiquiátricos, cinco habían desaparecido, el resto se había suicidado.

El complejo llevaba cerrado más de sesenta años, abandonado en algún momento cercano al final de la Guerra Civil. Había sido concebido como hogar de discapacitados a principios de siglo y reconvertido en hospital de campaña durante los años más oscuros de la contienda. Los últimos informes databan del cuarenta y dos, después, nada. El terrible incendio había devorado dos de las alas anexas y parte del edificio principal, los expertos declararon que el fuego había surgido de un fallo en las conducciones de la caldera, pero nadie había querido investigar más allá. Ni causas, ni víctimas, ni responsables, todo había quedado silenciado. Hasta que la llegada del nuevo equipo ministerial supuso el inicio de las labores de restauración del viejo y defenestrado caserón.
Cuatro años antes de que Cristóbal consiguiera el puesto las autoridades habían vuelto a abrir las puertas, habían quebrado los sellos, habían desenterrado sus secretos. Y habían dado comienzo a las voces.

Aquella noche, como otras tantas, Cristóbal atravesó el estrecho pasillo con la linterna tiritando en su mano zurda y la diestra aferrada a la empuñadura de la porra que llevaba sujeta al cinturón. Sólo llevaba dos meses en aquel trabajo, y jamás hubiera imaginado que el terror iba a comenzar tan pronto. Le habían hablado de las voces, no le habían ocultado nada. Le habían explicado los misterios y los inconvenientes de aceptar el turno nocturno de vigilancia en un hospital abandonado, en un hospital con esa historia, en un lugar con aquella leyenda negra. ¿Qué había ocurrido entre sus paredes en el año cuarenta y dos? Las voces intentaban explicarlo, pero nadie sabía o quería hacerles caso.

Los gritos no sonaban cada noche, sino solamente algunas, en las madrugadas más frías y silenciosas de la sierra de Madrid. El tiempo parecía detenerse, el aire empezaba a oler a rancio, a reseco, chillidos como de reses siendo abiertas en canal recorrían las paredes del antiguo sanatorio como un filo de navaja. Siempre procedían de la habitación de la caldera, igual que el calor, el olor a sudor sucio, igual que la temperatura infernal que surgía de una caldera muerta hacía más de medio siglo.

Cristóbal volvió a sentir su corazón acelerarse cuando llegó al final de la escalera. El titubeante haz de su linterna dibujó un círculo espectral en la pared de hormigón que conducía a la puerta reforzada de la sala de calderas. Empezó a avanzar, muy despacio, sabiendo a ciencia cierta que el calor que sentía al acercarse era sólo producto de su imaginación, así como las voces, los gritos, chillidos estremecedores de niños ardiendo. ¿Qué ocultaban aquellas paredes? ¿Qué escondía esa máquina infernal? ¿Qué habían hecho con ella?
Los gritos se clavaban en las sienes del vigilante rompiendo su fortaleza, pensó que por qué las autoridades no se decidían a derruir el ala de la caldera, ¡el edificio entero!, olvidar la restauración y enterrar para siempre los terrores y los crímenes cometidos ahí dentro. Entonces las voces gritaron más fuerte.

¡Basta!, chilló Cristóbal, cerrando el puño entorno al pomo que parecía arder en su palma. Sólo tenía que entrar, cerrar la llave una vez más, así cesaría el dolor, cesarían los gritos. Al menos hasta la próxima noche.

Antes de abrir ya sabía lo que iba a encontrar al otro lado, nada. La sala iba a estar vacía como siempre, la caldera fría y sus juntas oxidadas, la vieja rueda hexagonal giraría con un quejido para acallar los gritos que no pertenecían a nadie de este mundo, que no eran reales, que nunca lo eran. Realizaría el ritual, jugaría con ellos una vez más, pero cuando el calor y las voces desaparecieran de nuevo correría hasta su garita y engulliría un litro de café pensando en cómo redactar su carta de despido. No lo soportaba más. No quería acabar como los otros, completamente loco.

Su mano giró el picaporte y empujó la puerta sin esfuerzo, qué raro, debería estar oxidada. En lugar de una habitación oscura encontró la sala iluminada, caliente, vibrante debido al inmenso calor que despedía el monstruo de acero que dormitaba en su interior. Los gritos resonaban con más fuerza que nunca en unas paredes de cemento que habían perdido sus telarañas como si no las hubieran ganado nunca, los tubos de metal que recorrían el suelo y trepaban hacia el techo aparecían relucientes como recién bruñidos y hasta la última de las herramientas estaba colocada en su sitio. La puerta se cerró de golpe tras los talones de Cristóbal.

En el centro de la habitación la calabaza de acero parecía mirar a los ojos del vigilante. Un fuego infernal se sacudía en su interior, golpeando el cristal del ventanuco redondo de su única puerta. Las llamas crepitaban despidiendo por las rendijas de la caldera un intenso calor y un hedor a carne quemada que Cristóbal no había experimentado antes. Nada de eso debería estar pasando, nada debería ser tan real, o al menos no parecerlo. Sin embargo el sudor se deslizaba por su piel desde debajo de su gorra y sentía el dolor del fuego calentando su cara, su uniforme, sus manos. Los chillidos brotaban del interior de la caldera, no cabía duda, tan dolorosos, tan intensos, que estaban rompiendo el alma del aterrado vigilante.

¡Silencio! ¡Callad!

Cristóbal dio un paso más hacia la caldera que parecía estar a punto de reventar. Las agujas de sus medidores, que deberían estar rotas e inservibles, marcaban niveles de temperatura y presión sobrehumanos. La visión del vigilante comenzaba a nublarse por el vapor y el sofoco y decidió hacer lo único que sabía podía funcionar: si giraba la llave hexagonal, si apagaba la caldera, podía conseguir que todo terminara.

Se acercó al monstruo de acero con la mirada fija en ese ojo de cristal contra el que se sacudían las brasas, empañado y turbio por la ceniza y que no dejaba distinguir su interior. El plástico negro de la linterna se arrugó como uno de los vasos de la máquina de café que había visto arder en algún momento de aburrimiento, la lanzó contra una de las paredes y alargó la mano hacia la rueda de hierro en la unión de los dos medidores. ¡Está muerta, lo sé!, gritó para sí, al borde de la locura, consciente de que si conseguía hacerla girar, ilógicamente aquel infierno cesaría.
Sus dedos rodearon las muescas de la manivela y dejó escapar un alarido al sentir la piel quemada. El hierro ardía pero aún así reunió fuerzas para obligarse a girar una manija desahuciada desde los años cuarenta. ¿Qué había ocurrido allí dentro? La pieza de metal giró por fin pero lo hizo para separarse de su soporte, para romperse, para desprenderse de la caldera y bailar entre los dedos del vigilante como en una broma macabra. Casi a la vez algo explotó en el interior del horno, su gruesa barriga se estremeció de repente y la temperatura aumentó todavía algunos grados. Los gritos, los gritos, Cristóbal se llevó las manos a la cabeza, ¡los gritos!

Estaba paralizado en el centro de la habitación cuando empezaron los golpes. Aunque le resultara increíble –y qué no lo era ya- procedían del corazón de la caldera, mezclados entre las voces. Eran sacudidas, como pataleos, puñetazos contra las paredes del gigante de acero. Cristóbal retrocedió horrorizado, los gritos además tenían forma, tenían cuerpo y querían escapar. No podía ser cierto, quiso asomarse apenas unos centímetros al interior del cristal y entonces una mano delgada y gris golpeó desde dentro el ventanuco. El vigilante dio un salto hacia atrás y se sintió al borde del infarto. Aquella mano era real, ¡la estaba viendo! Los dedos huesudos se deslizaron por el cristal dejando una marca como de cinco arañazos en el hollín. Había gente allí dentro, era cierto, había gente abrasándose viva.

Cristóbal se abalanzó contra la puerta y trató de abrirla pero sólo consiguió quemarse los dedos y que el calor sofocante le dejara sin respiración. Volvió a intentarlo, golpeó el cristal con su porra, buscó entre las herramientas con qué forzar la maldita caldera pero todo fue imposible. Aquellas personas se estaban quemando ante sus ojos sin que pudiera hacer nada para evitarlo.

Entonces los gritos cesaron y, de alguna manera, Cristóbal lo entendió todo. Aquellos condenados no estaban intentando salir, ya estaban muertos de todos modos.

Se dio la vuelta hacia la caldera y encontró la portezuela abriéndose lentamente. Distinguió las sombras retorciéndose entre las llamas. Brazos, torsos, ojos que le buscaban, ojos que le encontraron.

Echó a correr hacia la puerta de la habitación mientras, a su espalda, una pierna ennegrecida surgió de las fauces de la caldera. Un ser calcinado salió de su interior, luego otro, vestían jirones quemados de batas de hospital que debieron ser azules y presentaban vagamente forma humana. El vigilante chocó de sopetón contra la puerta y contra la realidad al mismo tiempo: aquella puerta no iba a abrirse, nunca más, al menos para él. Chilló como no había chillado nunca y lloró como un niño antes de que la mano caliente y descarnada le agarrara por los pelos y le diera la vuelta.

La forma le miró con su único ojo, cabeza sin pelo y pústulas por todo el cuerpo. Detrás de él le esperaban más. Cráneos rapados, cicatrices, puntos de sutura, sangre en encías y globos oculares. Enfermos, todos enfermos. El fruto de la ignorancia, del miedo, de la crueldad y de la matanza. Le miraron durante unos segundos y él leyó la venganza en sus rostros. Sacrificio, escuchó, no supo bien de dónde. El olor de sus propias heces se confundió en su cabeza con el de la carne quemada, el de los brazos y manos que le agarraron y le levantaron del suelo, que arrancaron su mano del picaporte de la puerta cerrada, de su último asidero con la realidad. Gritó en busca de auxilio pero sabía bien que nadie iba a oírle, igual que sabía que nadie iba a encontrarle, que le darían por desaparecido como a los otros vigilantes. No había podido escapar a la caldera, no había podido eludir la purga de los pecados de otros.

Las criaturas tiraban de él hacia el interior de la caldera mientras luchaba por escapar de la muerte. Golpeó a una de ellas en la cara y escuchó el crujido de la piel quebrarse cuando su puño atravesó aquella cabeza tostada y reseca. De una patada arrancó un brazo decrépito que le agarraba el tobillo y por un momento consiguió zafarse y correr otra vez hacia la puerta. Pero las criaturas doblaron su esfuerzo, más y más de ellas brotaron del interior de la caldera que parecía vomitar cadáveres calcinados. ¿Qué había sucedido ahí dentro? Los enfermos volvieron a abalanzarse sobre él, le agarraron quince brazos, treinta manos, despojos de mujeres y niños le asieron del pelo y le mordieron las manos, los hombres más fuertes le levantaron del suelo y le cargaron en volandas hacia las fauces abiertas de aquel horno crematorio infernal, mal parto de las mentes enfermas de hombres supuestamente cuerdos.

Las suelas de los zapatos del vigilante se derritieron como goma y los dedos de sus pies ardieron en llamas. Sus gritos eran tan fuertes como lo habían sido los de las criaturas durante aquellas noches horribles de hacía sesenta años. Sus tibias crujieron, las rótulas estallaron y sus muslos se llenaron de ampollas sangrantes. Los testículos de Cristóbal reventaron y empezaron a brotarle llamas del abdomen, estómago y demás vísceras incendiadas, pero no conseguía morir. El humo encharcó sus pulmones pero la asfixia tampoco acabó con él. La piel de sus manos se desprendió del hueso y se arrugó hacia atrás como un calcetín, con medio cuerpo dentro de la caldera los globos oculares saltaron de sus órbitas y su cabello ardió como un manojo de bengalas. Las criaturas entraron en la caldera detrás de él, se sentaron a su alrededor en el centro de las llamas. Le miraban. Le oían chillar, le observaban consumirse. Entonces sus voces se unieron a la suya. Voces estremeciendo los cimientos del viejo sanatorio, los crímenes del pasado, las raíces de un mal ancestral. Del mal que surge del propio ser humano.

Dieciocho minutos después de haber empezado, todo terminó de golpe. La caldera se apagó y las voces… las voces guardaron silencio.



Publicado el 13-nov-08 en

Publicado el 13-nov-08 en

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domingo, 19 de octubre de 2008

La Niebla. De Stephen King.


Si hay una cosa que siempre le he achacado a Stephen King es lo poco adaptables a la gran pantalla que resultan sus novelas y relatos. Me explico. Es éste un autor de temática sencilla pero muy complejo en su estructura narrativa. Quitando alguna rara excepción como El Resplandor o La chica que amaba a Tom Gordon, la mayor parte de sus obras están plagadas de personajes, cada uno con sus tramas y subtramas entrecruzadas, con pasados y con dramas personales que les dan forma y que a menudo afectan al resto y al desarrollo de la historia. Es muy difícil escribir así, desde luego, y todavía más trasladar esas a menudo chorrocientas páginas a una hora y media o dos horas de película. Es por eso que la mayor parte de las adaptaciones que se hacen de S.K., y no son pocas, acaban cogiendo polvo en las estanterías de los videoclubs junto a otros telefilmes fallidos.

No obstante, algunas veces los guionistas y directores que se atreven a echarle un par de huevos a las obras de King consiguen salir bien parados o incluso superar la obraca original. Así, truñazos como El Cazador de Sueños o It, conviven en este apartado con películas salvables como Carrie, 1408 o Misery, sin ir más lejos. Todavía nos queda por ver Cell, de Eli Roth, y a ver qué tal, porque es un magnífico libro.

Pues Frank Darabont es uno de esos directores que consiguen salvar la lacra literaria de los libros de King y son capaces de adaptarlos con solvencia al cine. La Milla Verde, Cadena Perpetua, son excelentes cartas de presentación que convierten a Darabont en un especialista en analizar y extraer lo mejor de las obras del genio de Maine.

La Niebla, o The Mist, es una película sencilla en su presentación, sencilla en su planteamiento y hasta en su desarrollo, pero al igual que los libros de King, consigue crear y hacernos disfrutar un entramado complejo y terriblemente rico de personajes y situaciones que nos horrorizan y nos ponen los pelos de punta de puro cotidiano y reales. Da igual que lo que retenga a nuestros personajes en ese frágil supermercado sea un carnaval de bichejos mutantes, una infección espantosa o un circo de zombies sedientos de sangre. Lo que Darabont y King nos quieren contar es el drama y el terror que surge de dentro, del propio supermercado, del ser humano, mucho más estremecedor y peligroso que todas las criaturas de fuera.

Es en este campo en el que Darabont consigue el éxito de la película y en el que mejor refleja la esencia del relato de King. Los hombres y mujeres del supermercado son el verdadero peligro. Desde el abogado cínico y paranoico hasta la fanática religiosa –magnífica Marcia Gay Harden, de lejos lo mejor de la película- pasando por la cuadrilla de paletos que creen que saben a lo que se enfrentan.

El aspecto psicológico del ser humano, del tipo común. Vemos que un pintor deseoso de aislarse de mundo se convierte en líder de un grupo de supervivientes, cómo un cajero de supermercado se transforma en heroico francotirador y cómo una mujer ninguneada y despreciada por loca consigue erigirse como profeta y guía apocalíptica de los desesperados. Al principio de la película no hay héroes, al final sabemos que cualquiera puede serlo.

Si tengo algo que achacar a The Mist se debe a mi fobia por las “pelis de terror con bicho”. No me creo zombies ni vampiros pero al menos me los trago, con reparos. Menos soporto aliens ni fantasmas, con o sin sábana. Pero lo de los bichos mutantes me parece delicado y muy difícil de digerir. Es como ver Monstruoso u otras por el estilo. ¿Por qué debería tener miedo por un bicharro horrible, gigante y pixelado que no me transmite nada? Mi punto de vista sobre el miedo es que para percibirlo debo sentirlo real. Un hombre puede dar miedo. Muchos hombres, más. Tal vez enfermos y que parezcan zombies… ¿28 días después? Vale. Pero cucarachas gigantes….

Por eso yo no hubiera enseñado los monstruos. Me pasó con Señales, de Shyamalan, y en ésta pasa igual. Desde el momento en que aparece el primer tentáculo… la película cambia, o al menos mi disposición a verla del mismo modo, y me cuesta volver a meterme en ella. Más si para colmo están tan mal hechos que parecen de blandiblú, a pesar de la inspiración lovecraftiana.

Por eso me alegro de que La Niebla salve este escollo focalizando el suspense en el interior del supermercado, en escenas potentes como la de la farmacia, en el terror intrínseco a la psicosis del ser humano. Por eso, si lo de menos es lo que haya fuera, la apruebo. El miedo lo transmiten personajes de carne y hueso.

¿El motivo? ¿El rollo militar de puertas dimensionales? Demencial.

¿El final? Innecesario, inverosímil, pero una vez más, irrelevante.

Lo mejor de la película tiene lugar durante la hora y media central en la que esos personajes tan crudos, bofetada en las raíces y en las narices de la cultura americana, barras y estrellas escondiendo el cubo de la basura, pasan encerrados en el supermercado con sus miedos y prejuicios a flor de piel.

Darabont lo ha conseguido de nuevo, gracias a Stephen King, y Stephen King ha visto otra vez una obra suya dignificada en pantalla, gracias a Frank Darabont.

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miércoles, 1 de octubre de 2008

En la Gruta.


La lancha se acercaba a la bahía despacio y con apenas un candil de queroseno como única luz. Sus dos ocupantes miraban hacia el frente con una mezcla de curiosidad y miedo y los ojos entornados para otear mejor en la oscuridad. El italiano sujetaba el timón, dejando que la suave corriente del Pacífico les empujara hacia la orilla, mascaba un palillo de dientes mientras sus ojos azules buscaban las siluetas de los promontorios que flanqueaban la bahía y parecían vigilarles como gigantes de piedra. Timo Suárez iba sentado delante de él, con los pies encharcados hasta los tobillos en el agua tibia que se mecía silenciosa en el fondo de la barca y el pequeño libro marrón apretujado entre sus dedos. Sus rígidas y cuarteadas cubiertas parecían a punto de deshacerse.
– ¿Estás seguro que es por aquí? – le preguntó Gianno, su acento calabrés deslizaba las eses como el silbido de un pájaro.
–Lo es, según el diario –le contestó–. Ahí, en el centro de la bahía, a la misma distancia de los promontorios y de la orilla.
El italiano sacudió la cabeza y suspiró, se apartó de la cara un mechón de rizos rubios y escupió el palillo por la borda.
– Lo intentaré.
Afirmó el timón con ambas manos y dirigió la barca silenciosa entre las débiles olas. No terminaba de creer en ese diario.
Timo miró a su compañero. No eran amigos, ni siquiera le conocía más allá de algunas pillerías, pero había sido el único lo suficientemente loco o lo suficientemente desesperado como para acompañarle. Y a pesar de todo nunca le había ocultado sus reservas. Gianno apagó el motor de la zodiac y lanzó por estribor un cabo con un ancla de fondeo, después colocó la bolsa de deporte entre los dos y sacó de su interior los trajes de buceo.
–Vamos, no quiero que la Guarda Costera nos encuentre por aquí –dijo, tendiéndole el suyo a Timo.
Se calzaron los monos de neopreno y se armaron con dos cuchillos y sendas linternas. Antes de colocarse la bombona, Timo guardó el diario en la bandolera hermética que lo aislaría de la humedad. Podrían necesitarlo en la gruta.
–Si existe –apuntó el italiano.
–Si existe.
Apagaron el candil y se hicieron al agua. Estaba cálida y tibia en el Mar Caribe, tanto cómo lo había estado sesenta años atrás, si se fiaban de las fechas que apuntaba el diario, ligeramente más fría a medida que descendían. Mientras buceaba hacia la negra inmensidad, en pos de poco menos que un fantasma, tal vez no mucho más que un delirio, Timo sentía en su costado el peso del diario y se esforzaba por recordar las confusas indicaciones que había memorizado durante meses y que ahora, con el medidor de profundidad en una mano y la linterna en la otra, parecían tan distantes.

El viejo había muerto de cáncer más cerca de los cien que de los noventa, aunque nadie sabía exactamente la cifra. No era su abuelo, ni siquiera su misma sangre, pero se había acostumbrado a llamarlo así desde pequeño y con el nombre de Abuelo se había quedado. Todavía no había terminado de enfriarse en su sepulcro cuando Timo había forzado la cerradura de su buhardilla y con la llave que le robara del cuello en el mismo lecho de muerte abrió el cofre dorado que el viejo guardaba debajo de una especie de poncho sudamericano. Aquel baúl olió a alcohol dulzón y a puro habano, pero el aroma se escapó nada más abrirlo, como si el tiempo encerrado lo hubiera debilitado. Timo encontró el cajón de fotografías del Abuelo, fotos de Cuba, de la guerra, encontró cartas y pliegos ajados de papel amarillento y tinta descolorida. Encontró un uniforme desteñido, galones sucios y medallas mugrientas, una pipa de caña de boquilla mordisqueada y al fondo, debajo de una blusa de mujer manchada de sangre, el libro marrón y desgastado que el viejo utilizaba como diario.
Timo sólo lo había visto una vez, todavía era muy pequeño, el Abuelo había anotado algo rápido y después se lo había llevado, el recuerdo que había dejado en el niño era un bofetón por atreverse a mirarlo. Ahora lo tenía entre sus manos, huyó con él a una cafetería, tan lejos que nadie pudiera reconocerlo, y leyó con avidez sus páginas finas y desmigajadas por el tiempo. La letra del Abuelo era fina y apretada, manchurrones de tinta como cemento mantenían pegadas entre sí algunas páginas, y en las que se podían leer hablaba constantemente de un “botín”, de otro hombre, un gringo al que se refería como Glock, y de un tesoro robado en la guerra. También de una cala frente a las costas de Cuba, y de la mujer que murió por no desvelar su secreto. Al final relataba la huída de la isla, y la última anotación, casi veinte años después, según las fechas, iba acompañada de una breve carta en inglés en la que Glock explicaba que no podía esperarle más y regresaba a por su parte. En su diario, el Abuelo lamentaba no poder acompañarlo, ya no era joven, ni intrépido, y en su última frase suponía que el gringo mal nacido, si no había muerto en el intento, habría aprovechado la oportunidad de quedárselo todo.
Esto no se lo contó Timo al italiano cuando decidió contratarle, para Gianno la gruta iba a estar llena de perlas y oro cubano, si bien Timo tenía la impresión de que su disposición a acompañarlo se debía más bien a sus ganas de perder de vista a la Guardia Civil que a que se hubiera creído una sola palabra. No iba a tardar en salir de dudas, las linternas acuáticas acaban de descubrir la abertura en el fondo de roca marina.

La entrada de la gruta difícilmente permitiría el paso de un hombre, siglos de acumulaciones coralinas y formaciones de algas la habían disminuido hasta el tamaño de una rendija. Suerte que ni Timo ni Gianno eran precisamente fornidos, pero les preocupaba la posibilidad de no caber con las bombonas a cuestas. La eventualidad se resolvió al instante, el italiano cortó un amasijo de musgos y algas y consiguió despejar la abertura lo suficiente. Ante ellos se introducía en la roca un angosto desfiladero poroso y afilado cuyas aristas arañaban sus neoprenos y se les clavaban en los músculos como astas puntiagudas. Tras unos metros de buceo el pasadizo se abrió como el cuello de una botella y pudieron sacar la cabeza del agua en el centro de una caverna. Las paredes y el techo parecían echarse sobre ellos, cargados de estalactitas como colmillos de tiburón. La luz de las linternas titilaba en las rocas reflejada por mil destellos de agua cristalina.
– ¡Así que el lugar existe! –exclamó Timo retirándose la boquilla y cerrando la bombona de oxígeno. Gianno hizo lo mismo y se pasó una mano por el pelo.
–Nunca dudé de la gruta –dijo–. Sino del tesoro. Todavía no tengo tan claro que no sea una patraña del viejo.
Timo nadó hacia el extremo de la caverna, donde las rocas y el agua formaban una especie de playa. Más allá comenzaba otro túnel de piedra cubierta de liquen y oscuro como la boca de un lobo. Se acercó y asomó la linterna, harto de discutir.
–Bueno, al menos sabemos que si no lo es, debe estar aquí.
El italiano se unió a él en la entrada del conducto, se deshicieron de las aletas y de las bombonas, que dejaron en el suelo listas para el regreso, y se armaron con los cuchillos. Se introdujeron en la negrura claustrofóbica siguiendo a los vacilantes haces dorados de sus linternas.
– ¿Cómo de profundo crees que lo escondió el viejo? –pregunto Gianno. Timo sacó el diario de su bandolera y lo ojeó fugazmente. Casi se lo había aprendido de memoria.
–No tengo ni idea –contestó, encogiéndose de hombros–. El cuaderno no lo dice.
Por el estrecho pasillo no cabían dos en paralelo, avanzaron, por lo tanto, Timo delante y Gianno detrás, investigando cada saliente de la pared igual que el suelo bajo sus pies. No se atrevían a dar un paso en falso y quedar sepultados allí, tal vez para siempre. Los muros parecían horadados por algún objeto metálico contundente que se hubiera esforzado por pasar por allí a pesar de su tamaño, y poco después encontraron en el suelo los restos de una expedición anterior. Gafas de buceo sucias y empañadas, un par de aletas a medio pudrir y un objeto brillante casi sepultado en el polvo.
–Una bombona… –apuntó el italiano–. Estas son las huellas de alguien que entró…
–Y no volvió a salir –Timo miró a Gianno con el ceño fruncido y el diario en la mano–. El Abuelo no mencionó nada de que la gruta fuera peligrosa.
Gianno se sopló el flequillo que al secarse volvía a caerle sobre la cara.
–Bien, entonces tenemos a alguien ahí esperándonos.
Timo apuntó con la linterna a la inmensidad frente a él y se giró hacia el italiano.
–Eso es imposible, vamos.
El joven empezó a andar mientras su socio se sacaba la mitad superior del traje de buceo. Hacía un calor sofocante en aquella gruta, sin ventilación ni corriente de aire alguna. El rumor del océano a lo lejos y el goteo incesante del agua que se filtraba entre las rocas eran lo único que les separaba de estar encerrados al vacío. ¿Qué ha sido eso? –murmuró Gianno. Timo se giró y le apuntó con la linterna a la cara.
–No jodas –jadeó, a tal profundidad el oxígeno empezaba a faltarles–. Si buscas un buen momento para gastar bromas no es éste.
El italiano se encogió de hombros y tosió tres veces, sus pulmones de fumador no soportaban igual que los de Timo la falta de aire.
–Creí haber oído algo –dijo, al fin.
–No lo hiciste.
Continuaron avanzando y la gruta se convirtió en un minúsculo túnel descendente por el que debían caminar agachados y casi de lado. Las paredes cortantes de roca desprendida arañaban su piel y les golpeaban en la cabeza. Para colmo, en aquella negrura las linternas prácticamente no servían para nada.
–Estoy empezando a arrepentirme, amigo –gruñó el italiano–. Este desfiladero parece no tener final.
Timo no miró hacia atrás, le hubiera costado demasiado girarse.
–No te preocupes, la caverna no puede ser demasiado profunda. El diario explica que…
– ¡A la mierda con el diario! –exclamó Gianno jadeando ostensiblemente– Aquí dentro no se puede respirar, y ni siquiera estamos seguros de que el puto viejo no chocheara cuando escribió el diario.
–No seas imbécil –respondió Timo manteniendo la calma–, el diario no lo escribió ayer.
–Me da lo mismo.
–Ah, cállate, no sabes lo que dices.
–Puede ser. Pero lo que sí tengo claro es que cabe la posibilidad de que no encontremos nada. ¿No pone ahí que su antiguo compinche volvió a por su parte? ¿Quién te dice que no se lo llevó todo?
–Me temo que no.
–Pues yo no lo hubiera hecho, desde…
Timo le puso una mano en el pecho, se había detenido sin que el italiano se diera cuenta. Apuntaba con su linterna hacia el suelo.
–Estoy seguro –dijo–. Pero desde luego Glock no lo hizo.
Gianno se acercó a él y dirigió su linterna al mismo punto.
–¿Por qué lo..?
No pudo terminar la frase, las palabras se atascaron en su garganta cuando descubrió el amasijo de huesos rotos y vísceras resecas que una vez había tenido forma humana. Estaba medio tendido al pie de la pared rocosa, lo que quedaba de sus piernas, apenas unas tibias carcomidas y fragmentos de fémur y peroné embutidos en un podrido traje de buceo, atravesaban el camino. Los brazos caían a los lados arrancados del cuerpo y la cabeza, ladeada y desencajada del cuello, apenas se sostenía en su lugar con un terrible boquete en el cráneo y la mandíbula desprendida. Lo poco que asomaba de piel por debajo del cabello estaba marchito y amarillento como un pergamino putrefacto.
– ¿Crees que es..? –preguntó Gianno.
–No me cabe duda.
Timo se inclino hacia el viejo Glock y le arrancó un pedazo de papel del interior del traje de buceo. El tiempo y la humedad lo habían adherido a las costillas. Regreso junto al italiano y le mostró el dibujo descolorido de un mapa, el mismo que figuraba en el diario del Abuelo.
Las paredes de la gruta se estremecieron como si las azotara un terremoto. Los huesos de Glock se hicieron añicos y se deslizaron como gravilla hasta fundirse con el suelo del pasadizo a la vez que por toda la galería resonaba un crujido atronador. En el fondo de la oscuridad unos pasos rápidos pero pesados cruzaron de un lado a otro y las linternas de Timo y Gianno arrancaron de ella destellos fugaces de algo parecido a unos ojos que desaparecieron el instante. El temblor cesó y la caverna volvió a quedar en silencio.
–¿Qué ha sido eso? –preguntó Gianno, la linterna temblaba en su mano. Timo negaba con la cabeza.
–No tengo ni idea– contestó con un hilo de voz.
–Larguémonos de aquí, tío. En esta cueva de mierda no hay nada.
Guardaron silencio durante algunos segundos, no se oía nada, no se veía nada.
–No. Continuemos –ordenó Timo–. No hemos venido hasta aquí para darnos la vuelta con las manos vacías.
El italiano no salía de su asombro.
–Pero ¿y el temblor? ¿Y lo que hemos visto?
–Un murciélago.
– ¿Y el temblor?
–Esas cosas pasan en cavernas como estas.
Gianno resopló y le pegó un empujón en la espalda.
–Tú estás loco, pero yo me marcho –dijo, dándose la vuelta. Apenas se había alejado unos metros el suelo desapareció bajo sus pies y se vio arrastrado al vacío por una especie de rampa en medio de un grito desgarrador. Timo salió corriendo detrás de él pero lo único que encontró fue la cima polvorienta de un desprendimiento, seguramente ocasionado por el temblor.
– ¡Gianno! –gritó. Unos segundos después le llegó la voz del italiano.
– ¡Estoy bien! –gruñó éste entre toses– Al menos no me he roto nada. Aquí hay otro conducto pero es imposible subir por donde me he caído. Sigue en la misma dirección, tal vez nos juntemos luego.
Poco a poco la voz de Gianno se fue perdiendo en la profundidad del túnel, Timo se alejó de la boca del agujero y recobró su camino por encima de las cenizas de Glock. Se introdujo en la oscuridad del pasadizo, cada vez más asfixiante y tortuoso, esquivando mazacotes de roca desprendidos y sorteando grietas del tamaño de un hombre, con el único objetivo de encontrar el famoso tesoro del Abuelo y salir de allí echando leches, con o sin el italiano. Llegado a un punto el conducto desembocó en una especie de cúpula y se bifurcaba en dos direcciones distintas.
–Mierda –murmuró–. No decía nada de esto en el diario.
Era cierto, el viejo libro no hablaba en absoluto de cavernas titubeantes ni de criaturas nocturnas ni de bifurcaciones del camino. Se detuvo para revisar las instrucciones por enésima vez y escuchó un gruñido profundo y salvaje, como de un animal gigantesco, procedente de alguno de los conductos. ¿De cuál?
– ¿Gianno? –se acercó a uno de ellos– ¡Gianno!
La oscuridad no le devolvió ninguna respuesta, así que cerró el libro y volvió a guardarlo, decididamente a partir de entonces resultaba inútil, y empezó a caminar por el túnel que tenía más cerca. Parecía internarse en las profundidades de la tierra, el aire, el poco que había, era denso y viciado, infestado de vapores que llegaban a escocer los sentidos, sin embargo las paredes estaban húmedas, resbaladizas, y el suelo crujía cubierto de una especie de polvillo, similar al yeso. Empezaba a imaginar el tacto de las perlas y del oro caribeño en sus manos cuando le hizo estremecer un alarido aterrador lejanamente humano. Se trataba de Gianno, era su socio el que gritaba. Y su voz resonaba en las paredes de piedra como la acometida de un cuchillo.
La luz de Timo buscó en la oscuridad, imposible adivinar a qué distancia se había producido el grito. Intentó correr por el pasillo, y cuando pocos metros después el olor a sangre y vísceras se había intensificado, empezó a escuchar los jadeos y los estertores de muerte del italiano. La linterna le encontró, encontró sus partes, primero un brazo, aferrado a una linterna estampada contra el suelo, después las piernas, amasijos palpitantes de músculo y neopreno desgarrados como sacos de carne. La cabeza seguía unida al cuerpo, colgando boca abajo, su pelo rubio y sucio rozaba el suelo y su abdomen… La luz de Timo encontró su abdomen embutido en las fauces de un ser descomunal, deforme, una criatura a la que no supo dar nombre y que su cerebro no consiguió asimilar. Timo abandonó a su amigo y lo abandonó todo, dio media vuelta y deshizo sus pasos huyendo de aquel engendro. Llegó a la desembocadura de los dos conductos y recordó que el camino de regreso estaba cortado por el fatídico desprendimiento que había arrastrado con él a Gianno. Su única alternativa era internarse por el segundo túnel y apostar todas sus fichas a que aquel le brindara una manera de salir de la caverna.
Sus pasos precipitados tropezaron con todo tipo de obstáculos invisibles, algunos rígidos como rocas que taladraban sus canillas, otros blanduzcos y viscosos que se pegaron a su piel y parecían trepar por ella. No escuchaba a su espalda los pasos del monstruo, no sentía su aliento tras él ni el temblor en las paredes que indicaría que le perseguía, pero aún así no se sentía aliviado en absoluto. No lo haría hasta que notase en su cara primero el agua tibia del mar Caribe y después la brisa fresca de la superficie. El motor de la lancha, eso era lo único que querría oír ahora.
La luz de la linterna danzaba desbocada sobre las paredes de granito, no tardó en encontrar los restos del desprendimiento y Timo los trepó para pasar al otro lado. Había conseguido llegar en su huída más lejos que Glock, pero todavía no podía considerarse a salvo. Ese túnel era más estrecho y tortuoso y ni siquiera podía asegurar que tuviera salida al mar. Entonces la providencia le llevó hasta lo que andaba buscando.
Había estado allí, aunque alguien se lo había llevado. La roca roja estaba allí, la pintura un tanto ajada, ennegrecida por el tiempo. Debajo, cuando Timo la empujó, la bolsa marrón con las iniciales del Abuelo ocupaba un espacio cavado con torpeza en el suelo. Estaba vacía. Sólo quedaba en ella un jirón de tela enmohecida, un retal bordado con el escudo de la Revolución. Detrás, alguien había pintado con letras gruesas: Gracias, Viejo.
Timo dejó caer la bolsa al suelo, sintiendo las lágrimas agolparse al borde de sus ojos y la desesperación acumularse en su pecho. El zarpazo en la roca le despertó de golpe y borró de su mente bolsa, tesoro y Abuelo. Había fallado por poco y Timo sabía que eso podía no volver a repetirse. Un segundo azote le dio la vuelta y le enfrentó cara a cara con el monstruo. Cara, por llamarlo de alguna manera. El ser abrió sus fauces en un rugido demencial que hizo sangrar los oídos de Timo y sus ojos vacíos se clavaron en los del chico como centellas negras la luz de la linterna. Cuando aquellas garras se abalanzaron sobre él consiguió esquivarlas dejándose caer al suelo y gateando logró alejarse de allí. Su hombro sangraba agotando sus fuerzas, sus rodillas se desgarraban al arrastrarse por la roca dura y para colmo estaba completamente a ciegas. Había perdido la linterna.
Una pared de piedra detuvo su huida casi antes de comenzar. Consiguió trepar, se dejó caer al otro lado y se quebró un tobillo por ello. Sólo podía oír los gruñidos de la criatura que le seguía con asombrosa facilidad, como si pudiera ver en la oscuridad, como si dominara el terreno. Timo intentó ponerse en pie, quiso correr, tirando de su pierna inútil, incapaz de mover el brazo derecho, tentando la pared con la otra mano para avanzar. Las pisadas del ser hacían temblar el suelo detrás de él, un aliento pútrido y abrasador erizaba su nuca y cuando creía que todo estaba perdido el pasadizo desapareció, cayó al agua y empezó a hundirse.
El corazón le dio un vuelco y su cuerpo recuperó nuevos bríos. La gruta terminaba allí donde había empezado, solamente le restaba nadar, bucear fuera de allí y ascender hacia la superficie. Pero sin oxígeno, sin linterna…
No quería pensar en nada de aquello. El ser se había zambullido detrás de él, podía sentir la vibración del agua en sus pies con cada una de aquellas colosales brazadas. Se sacudió en la oscuridad esforzándose por desplazar algo de agua con su único brazo y su única pierna y sólo la suerte quiso que no tardara en encontrar la abertura en la roca que salía de la cueva. No le quedaba mucho aire, por eso utilizó sus manos para avanzar con la ayuda de los salientes del pasadizo, sabía que pocos metros después encontraría el mar abierto, y si los pulmones se lo permitían, también la lancha. Luchó, luchó con todas sus fuerzas por no desfallecer, por no perder el sentido. No le quedaba aire, no le quedaba aire, ¡no le quedaba aire!
El conducto no terminaba nunca.
Timo sabía que se estaba ahogando, los últimos salientes antes de esa débil luz que titilaba al fondo parecían demasiado lejanos, y luego el mar, todavía le quedaba mucho mar antes de la superficie. Se ahogaba, sus pulmones contraídos eran presa de convulsiones, el pecho le estallaba de dolor, la cabeza le daba vueltas, perdía la visión, así como las energías para seguir braceando en lugar de rendirse al instinto y abrir la boca, dejar entrar el agua, a falta de aire.
Aire, aire ¡Aire!
Había llegado al borde de la abertura. Unas mandíbulas como de acero se aferraron a su pie, se lo llevaron con ellas. Después la pantorrilla, un muslo.
Timo no sintió el dolor, sus ojos se fueron nublando, fijos en la sombra gris de la lancha que bailaba en la superficie. La criatura engulló su vientre, su brazo sanguinolento, lo último que Timo escuchó fue el crujido de su propio esternón astillándose al ser masticado por aquella bestia. Su cabeza y su brazo estirado hacia la luz se desprendieron de su cuerpo, se deslizaron por el fondo del mar dejando tras de sí un hilo de sangre que parecía jugar con las corrientes y los bancos de coral. Lo que quedaba de Timo salió a la superficie, su cabeza carcomida por los peces miraba al cielo rojizo del alba, su brazo rígido señalaba de forma macabra a la lancha motora que nunca conseguiría alcanzar.

Fin.
Homenaje a H. P. L.
Publicado el 19-oct-08 en

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sábado, 27 de septiembre de 2008

Wanted (Se busca)

…o Star Wars conoce a Matrix conoce a cualquier superhéroe alucinógeno y una pizca de Blade, por lo de todos mis iguales contra mí, que soy la leche.


Un popurrí similar a un caldo de verdura es lo que es la nueva película de la cadavérica Jolie. Como una parte fundamental de la trama tiene que ver con un telar, han convertido el film en una colección de retales de otras películas engarzadas a cascoporro y con el mínimo sentido de la coherencia y verosimilitud. El único sentido que rezuma Wanted es el del ESPECTÁCULO, así, con mayúsculas, y por otra parte es algo de agradecer, igual que dije con Hellboy 2, ahora que el cine parece cada vez más un drama constante de conciencia social y de películas mediocres que pretenden ser profundas metáforas filosóficas (noooo, no me refiero a The Dark Knight… qué va…)

El problema de Wanted es que para que te guste tienes que tomártela a cachondeo, de lo contrario el cabreo puede ser monumental, y la cara de gilipollas, importante. Porque Wanted no es ni puede ser considerada una película seria, no creo y de verdad lo espero, que ni siquiera sus creadores tuvieran como idea primigenia hacer un film de culto, ni tan sólo normal, diría que tampoco al uso. Wanted es una paranoia surrealista con momentos realmente delirantes, que sobrepasan la fantasmada y a menudo llegan al absurdo, pero que nunca nos venden como algo “real” o “posible”, y eso es lo que la salva de la estupidez y la falta de respeto más absolutos.

Disparar a través de donuts con un cañón a media ciudad de su objetivo, manipular las leyes de la física como les sale de los morros –de Angelina, claro-, atrapar peatones con el deportivo en un derrape imposible, hacer chocar las balas en el aire, además de darles efecto, todo tiene sentido y es posible para una raza especial de tipos y tipas –Angelina, claro- que pueden hacer lo que les de la real gana pero trabajan a las órdenes de un telar, qué estúpidos.

Voy a explicar lo del telar. Parece ser que hace miles de años unos Tejedores con altos conocimientos de álgebra y un pelín de mala leche descubrieron un código oculto en sus telares. Una hebra arriba o abajo en el patrón y ala, por sus santísimos lo convertían en un código binario y de ahí sacaban un nombre. ¿Y qué hacemos con él? Preguntó uno. ¿Le enviamos flores, una tarjeta de felicitación por salir en el telar, le fichamos para la Liga de Tejedores? El más listo –o el más bruto, vete a saber- le contestó: Pues nada, será que hay que matarlo.

Y de eso va la película, sale un nombre y Morgan Freeman, que es Dios (nunca mejor dicho), le encarga la ejecución a uno de sus secuaces, que viven manteniéndose del aire y de unos chuletones enormes que almacenan debajo de una fábrica de bufandas y se dan baños de leche cortada en lo que esperan saber la identidad de su nuevo encargo. Una vida interesante de narices, vamos, para alguien capaz de hacer virguerías hasta con la punta de un lápiz.

Uno de ellos la palma y reclutan a su supuesto hijo. En una primera media hora chanante los guionistas convierten a Morgan Freeman en Obi Wan y copian sin pudor, plagian, imitan, calcan y roban los diálogos y casi las escenas del Episodio IV y nos lo ensartan sin anestesia ni nada.

Uno de los nuestros nos ha traicionado, se ha salido de la organización y ha matado a tu padre. Sustitúyase por:
Un joven Jedi que se pasó al lado oscuro fue quien traicionó y asesinó a tu padre.


Luego le da la espada, digo la pistola, que fue de su padre, le cuenta que son una especie de hermandad de elegidos que velan por el equilibrio en el planeta, que tienen un no sé qué que qué sé yo especial en su cuerpo que les hace ser mejores, más rápidos, más fuertes, dominar la adrenalina y tener pulsaciones de hasta 400 latidos por minuto –toma ya-, además de fliparlo con una pistola en las manos.

Sólo le falta decirle que el enemigo es un tipo que se hace llamar Emperador y que quiere construir una cosa así como una Estrella de la Muerte, pero no, en esta peli los Jedi son los malos, son asesinos –recordemos, a las órdenes de un telar, jajajajaja- y el enemigo es el tal Cross, que se pasó al lado oscuro, digo, que se salió de la Hermandad, y ahora quiere matarlos a todos, el tío rencoroso

Todos los que hemos visto La Guerra de Las Galaxias, nos podemos imaginar la supuesta “sorpresa final” más o menos desde el minuto treinta y dos, uno después de la charla de Obi Wan, por lo que la última escena en el tren nos la sopla y sólo nos puede parecer una tomadura de pelo y un descaro desvergonzado e irreverente.


Resumiendo, los Jedi reclutan a Luke, y le adiestran para vengar a su padre. Le entrena una especie de maestro Yoda que está mucho más buena y tiene los labios de silicona, y cuando se da cuenta del pastel vuelve armado de ratas y se los ventila a todos en una escena redención/inmolación de lo más ridícula. Sólo al final sabremos que Obi Wan es un caradura chapucero y que Luke tiene una puntería cojonuda.


Lo mejor de la pelí: La jefa gorda. Las hostias como panes. Las escenas de la vida de Luke fuera de la Orden Jedi.

Lo peor: Algunas personas no sabrán entenderla, muchos en el cine se quejaban con cada fantasmada y supongo que más de uno pensaría en largarse. Yo, por mi parte, cuando fui a ver Superman no me sorprendí de que volara, así que…

Lo peor 2: Que penita da Angelina. Que alguien le pase un bocadillo de panceta a la pobrecilla.

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lunes, 8 de septiembre de 2008

HellBoy II. El Ejército Dorado.

Si Dios fuera gordo y mejicano, sería Guillermo del Toro.


Acabo de salir de la sala de proyecciones pero no tengo la sensación de haber pasado dos horas frente a una pantalla de cine, me siento como si hubiera viajado todo ese tiempo por un lugar diferente, por un universo paralelo que hasta hoy sólo formaba parte de mi subconsciente y que de alguna manera un tipo enorme y con gafas ha sido capaz de poner delante de mis ojos.

Bienvenidos, no al mundo de HellBoy, un Nueva York actual e ignorante, que hace los ojos a un lado mientras que con interés bastante tibio, la verdad, roba fotos de un bicho rojo con cuernos y cola. No, éste es el universo de Del Toro, un Reino de Hadas y Fantasía que apenas rozó en la primera entrega de éste héroe que reniega de serlo, que casi desplegó en el Laberinto del Fauno, y es que el epicentro de esa película era otro, pero que desarrolla en todo su esplendor en ésta, donde se despoja de toda contención visual impuesta por un estudio o por la propia historia que quiere contar y nos sacude un guantazo de fantasía, de magia, de seres increíbles, de espacios en los que nos gustaría vivir, y no sólo soñar.

Los puristas del cómic se rasgan las vestiduras, bien, yo no lo soy. En mi vida he leído un tebeo de HellBoy y sólo le conozco por las películas de Del Toro, y la verdad, ya tengo suficiente, a partir de ahora miraré el cómic comparándolo con la película. ¿Se parece el personaje de Mignola al de Del Toro? ¿No? Pues entonces paso, me quedo con las pelis.

Disfruté la primera como un neófito, no sabía nada del personaje ni desde luego de su historia, ese tipo de cómic USA no han llegado a mí como lo hicieron de pequeño Spiderman o Batman. Para cuando descubrí que HellBoy, V de Vendetta o Sin City estaban basados en cómics, sus adaptaciones ya me habían calado demasiado, con resultados bastante dispares, por cierto. La primera entrega de HellBoy me atrapó desde el punto de vista de una película de acción con un protagonista inusual, con enemigos inusuales y una trama extravagante y cósmica, no precisamente de mi gusto (ese Rasputín resucitado…). Me gustaba el malo, Kronen, eso sí, aunque pienso que debía haber sido todavía más protagonista.

Esta segunda incursión en el universo del Rojo me ha dejado con la boca abierta desde el mismísimo inicio, desde su infancia como devorador de chocolatinas e historias fantásticas hasta su madurez como héroe incomprendido y padre. Y entre medias todo un ciclón de criaturas, de lugares, de leyendas que me han devuelto a mis doce años, cuando en mi cabeza fluían sitios y nombres parecidos hasta que me di cuenta de que jamás iba a poder ver nada de aquello con los ojos abiertos. Del Toro ha hecho realidad muchas de esas sensaciones y las ha dotado de cuerpo, de cara, de voz. Desde el temible príncipe Nuada (sublime la introducción con figuras de madera) hasta el majestuoso ser del final, con alas por ojos y una terrible profecía.

Cada criatura, cada personaje está integrado perfectamente en una trama sencilla y por lo tanto accesible, que deja espacio al embrujo de todos esos seres increíbles sin comidas de tarro ni requiebros filosóficos. Y es que aquí la historia es lo de menos. Los actores, Perlman, Blair, Jones… todos están mejor que en la primera, y las nuevas incorporaciones, como Krausse, no desmerecen en absoluto. Y esos entornos: el Mercado Troll, la guarida subterránea de la estirpe de Nuada, el secreto en las profundidades de Irlanda… Lugares de los que uno no quisiera salir.

Por último quiero brindar por el nuevo HB. Un HellBoy más duro, más chulo, más sarcástico, más canalla y mucho, mucho más divertido.

Una película sublime, Maestro Del Toro, donde demuestra que el poder de la imaginación está muy por encima de tramas, de conflictos personales y de crisis económicas. Más allá de la profundidad metafísica y el elogio del pesimismo de El Caballero Oscuro, Del Toro es la punta de lanza del tipo de cine que la sociedad melancólica de hoy en día necesita.

Una reflexión final: ¿Qué será capaz de hacer este genio con El Hobbit? ¿Qué sería capaz de hacer, por ejemplo, con la Historia Interminable, o con su anhelado Frankenstein?


Muero de ganas por saberlo.

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