miércoles, 1 de octubre de 2008

En la Gruta.


La lancha se acercaba a la bahía despacio y con apenas un candil de queroseno como única luz. Sus dos ocupantes miraban hacia el frente con una mezcla de curiosidad y miedo y los ojos entornados para otear mejor en la oscuridad. El italiano sujetaba el timón, dejando que la suave corriente del Pacífico les empujara hacia la orilla, mascaba un palillo de dientes mientras sus ojos azules buscaban las siluetas de los promontorios que flanqueaban la bahía y parecían vigilarles como gigantes de piedra. Timo Suárez iba sentado delante de él, con los pies encharcados hasta los tobillos en el agua tibia que se mecía silenciosa en el fondo de la barca y el pequeño libro marrón apretujado entre sus dedos. Sus rígidas y cuarteadas cubiertas parecían a punto de deshacerse.
– ¿Estás seguro que es por aquí? – le preguntó Gianno, su acento calabrés deslizaba las eses como el silbido de un pájaro.
–Lo es, según el diario –le contestó–. Ahí, en el centro de la bahía, a la misma distancia de los promontorios y de la orilla.
El italiano sacudió la cabeza y suspiró, se apartó de la cara un mechón de rizos rubios y escupió el palillo por la borda.
– Lo intentaré.
Afirmó el timón con ambas manos y dirigió la barca silenciosa entre las débiles olas. No terminaba de creer en ese diario.
Timo miró a su compañero. No eran amigos, ni siquiera le conocía más allá de algunas pillerías, pero había sido el único lo suficientemente loco o lo suficientemente desesperado como para acompañarle. Y a pesar de todo nunca le había ocultado sus reservas. Gianno apagó el motor de la zodiac y lanzó por estribor un cabo con un ancla de fondeo, después colocó la bolsa de deporte entre los dos y sacó de su interior los trajes de buceo.
–Vamos, no quiero que la Guarda Costera nos encuentre por aquí –dijo, tendiéndole el suyo a Timo.
Se calzaron los monos de neopreno y se armaron con dos cuchillos y sendas linternas. Antes de colocarse la bombona, Timo guardó el diario en la bandolera hermética que lo aislaría de la humedad. Podrían necesitarlo en la gruta.
–Si existe –apuntó el italiano.
–Si existe.
Apagaron el candil y se hicieron al agua. Estaba cálida y tibia en el Mar Caribe, tanto cómo lo había estado sesenta años atrás, si se fiaban de las fechas que apuntaba el diario, ligeramente más fría a medida que descendían. Mientras buceaba hacia la negra inmensidad, en pos de poco menos que un fantasma, tal vez no mucho más que un delirio, Timo sentía en su costado el peso del diario y se esforzaba por recordar las confusas indicaciones que había memorizado durante meses y que ahora, con el medidor de profundidad en una mano y la linterna en la otra, parecían tan distantes.

El viejo había muerto de cáncer más cerca de los cien que de los noventa, aunque nadie sabía exactamente la cifra. No era su abuelo, ni siquiera su misma sangre, pero se había acostumbrado a llamarlo así desde pequeño y con el nombre de Abuelo se había quedado. Todavía no había terminado de enfriarse en su sepulcro cuando Timo había forzado la cerradura de su buhardilla y con la llave que le robara del cuello en el mismo lecho de muerte abrió el cofre dorado que el viejo guardaba debajo de una especie de poncho sudamericano. Aquel baúl olió a alcohol dulzón y a puro habano, pero el aroma se escapó nada más abrirlo, como si el tiempo encerrado lo hubiera debilitado. Timo encontró el cajón de fotografías del Abuelo, fotos de Cuba, de la guerra, encontró cartas y pliegos ajados de papel amarillento y tinta descolorida. Encontró un uniforme desteñido, galones sucios y medallas mugrientas, una pipa de caña de boquilla mordisqueada y al fondo, debajo de una blusa de mujer manchada de sangre, el libro marrón y desgastado que el viejo utilizaba como diario.
Timo sólo lo había visto una vez, todavía era muy pequeño, el Abuelo había anotado algo rápido y después se lo había llevado, el recuerdo que había dejado en el niño era un bofetón por atreverse a mirarlo. Ahora lo tenía entre sus manos, huyó con él a una cafetería, tan lejos que nadie pudiera reconocerlo, y leyó con avidez sus páginas finas y desmigajadas por el tiempo. La letra del Abuelo era fina y apretada, manchurrones de tinta como cemento mantenían pegadas entre sí algunas páginas, y en las que se podían leer hablaba constantemente de un “botín”, de otro hombre, un gringo al que se refería como Glock, y de un tesoro robado en la guerra. También de una cala frente a las costas de Cuba, y de la mujer que murió por no desvelar su secreto. Al final relataba la huída de la isla, y la última anotación, casi veinte años después, según las fechas, iba acompañada de una breve carta en inglés en la que Glock explicaba que no podía esperarle más y regresaba a por su parte. En su diario, el Abuelo lamentaba no poder acompañarlo, ya no era joven, ni intrépido, y en su última frase suponía que el gringo mal nacido, si no había muerto en el intento, habría aprovechado la oportunidad de quedárselo todo.
Esto no se lo contó Timo al italiano cuando decidió contratarle, para Gianno la gruta iba a estar llena de perlas y oro cubano, si bien Timo tenía la impresión de que su disposición a acompañarlo se debía más bien a sus ganas de perder de vista a la Guardia Civil que a que se hubiera creído una sola palabra. No iba a tardar en salir de dudas, las linternas acuáticas acaban de descubrir la abertura en el fondo de roca marina.

La entrada de la gruta difícilmente permitiría el paso de un hombre, siglos de acumulaciones coralinas y formaciones de algas la habían disminuido hasta el tamaño de una rendija. Suerte que ni Timo ni Gianno eran precisamente fornidos, pero les preocupaba la posibilidad de no caber con las bombonas a cuestas. La eventualidad se resolvió al instante, el italiano cortó un amasijo de musgos y algas y consiguió despejar la abertura lo suficiente. Ante ellos se introducía en la roca un angosto desfiladero poroso y afilado cuyas aristas arañaban sus neoprenos y se les clavaban en los músculos como astas puntiagudas. Tras unos metros de buceo el pasadizo se abrió como el cuello de una botella y pudieron sacar la cabeza del agua en el centro de una caverna. Las paredes y el techo parecían echarse sobre ellos, cargados de estalactitas como colmillos de tiburón. La luz de las linternas titilaba en las rocas reflejada por mil destellos de agua cristalina.
– ¡Así que el lugar existe! –exclamó Timo retirándose la boquilla y cerrando la bombona de oxígeno. Gianno hizo lo mismo y se pasó una mano por el pelo.
–Nunca dudé de la gruta –dijo–. Sino del tesoro. Todavía no tengo tan claro que no sea una patraña del viejo.
Timo nadó hacia el extremo de la caverna, donde las rocas y el agua formaban una especie de playa. Más allá comenzaba otro túnel de piedra cubierta de liquen y oscuro como la boca de un lobo. Se acercó y asomó la linterna, harto de discutir.
–Bueno, al menos sabemos que si no lo es, debe estar aquí.
El italiano se unió a él en la entrada del conducto, se deshicieron de las aletas y de las bombonas, que dejaron en el suelo listas para el regreso, y se armaron con los cuchillos. Se introdujeron en la negrura claustrofóbica siguiendo a los vacilantes haces dorados de sus linternas.
– ¿Cómo de profundo crees que lo escondió el viejo? –pregunto Gianno. Timo sacó el diario de su bandolera y lo ojeó fugazmente. Casi se lo había aprendido de memoria.
–No tengo ni idea –contestó, encogiéndose de hombros–. El cuaderno no lo dice.
Por el estrecho pasillo no cabían dos en paralelo, avanzaron, por lo tanto, Timo delante y Gianno detrás, investigando cada saliente de la pared igual que el suelo bajo sus pies. No se atrevían a dar un paso en falso y quedar sepultados allí, tal vez para siempre. Los muros parecían horadados por algún objeto metálico contundente que se hubiera esforzado por pasar por allí a pesar de su tamaño, y poco después encontraron en el suelo los restos de una expedición anterior. Gafas de buceo sucias y empañadas, un par de aletas a medio pudrir y un objeto brillante casi sepultado en el polvo.
–Una bombona… –apuntó el italiano–. Estas son las huellas de alguien que entró…
–Y no volvió a salir –Timo miró a Gianno con el ceño fruncido y el diario en la mano–. El Abuelo no mencionó nada de que la gruta fuera peligrosa.
Gianno se sopló el flequillo que al secarse volvía a caerle sobre la cara.
–Bien, entonces tenemos a alguien ahí esperándonos.
Timo apuntó con la linterna a la inmensidad frente a él y se giró hacia el italiano.
–Eso es imposible, vamos.
El joven empezó a andar mientras su socio se sacaba la mitad superior del traje de buceo. Hacía un calor sofocante en aquella gruta, sin ventilación ni corriente de aire alguna. El rumor del océano a lo lejos y el goteo incesante del agua que se filtraba entre las rocas eran lo único que les separaba de estar encerrados al vacío. ¿Qué ha sido eso? –murmuró Gianno. Timo se giró y le apuntó con la linterna a la cara.
–No jodas –jadeó, a tal profundidad el oxígeno empezaba a faltarles–. Si buscas un buen momento para gastar bromas no es éste.
El italiano se encogió de hombros y tosió tres veces, sus pulmones de fumador no soportaban igual que los de Timo la falta de aire.
–Creí haber oído algo –dijo, al fin.
–No lo hiciste.
Continuaron avanzando y la gruta se convirtió en un minúsculo túnel descendente por el que debían caminar agachados y casi de lado. Las paredes cortantes de roca desprendida arañaban su piel y les golpeaban en la cabeza. Para colmo, en aquella negrura las linternas prácticamente no servían para nada.
–Estoy empezando a arrepentirme, amigo –gruñó el italiano–. Este desfiladero parece no tener final.
Timo no miró hacia atrás, le hubiera costado demasiado girarse.
–No te preocupes, la caverna no puede ser demasiado profunda. El diario explica que…
– ¡A la mierda con el diario! –exclamó Gianno jadeando ostensiblemente– Aquí dentro no se puede respirar, y ni siquiera estamos seguros de que el puto viejo no chocheara cuando escribió el diario.
–No seas imbécil –respondió Timo manteniendo la calma–, el diario no lo escribió ayer.
–Me da lo mismo.
–Ah, cállate, no sabes lo que dices.
–Puede ser. Pero lo que sí tengo claro es que cabe la posibilidad de que no encontremos nada. ¿No pone ahí que su antiguo compinche volvió a por su parte? ¿Quién te dice que no se lo llevó todo?
–Me temo que no.
–Pues yo no lo hubiera hecho, desde…
Timo le puso una mano en el pecho, se había detenido sin que el italiano se diera cuenta. Apuntaba con su linterna hacia el suelo.
–Estoy seguro –dijo–. Pero desde luego Glock no lo hizo.
Gianno se acercó a él y dirigió su linterna al mismo punto.
–¿Por qué lo..?
No pudo terminar la frase, las palabras se atascaron en su garganta cuando descubrió el amasijo de huesos rotos y vísceras resecas que una vez había tenido forma humana. Estaba medio tendido al pie de la pared rocosa, lo que quedaba de sus piernas, apenas unas tibias carcomidas y fragmentos de fémur y peroné embutidos en un podrido traje de buceo, atravesaban el camino. Los brazos caían a los lados arrancados del cuerpo y la cabeza, ladeada y desencajada del cuello, apenas se sostenía en su lugar con un terrible boquete en el cráneo y la mandíbula desprendida. Lo poco que asomaba de piel por debajo del cabello estaba marchito y amarillento como un pergamino putrefacto.
– ¿Crees que es..? –preguntó Gianno.
–No me cabe duda.
Timo se inclino hacia el viejo Glock y le arrancó un pedazo de papel del interior del traje de buceo. El tiempo y la humedad lo habían adherido a las costillas. Regreso junto al italiano y le mostró el dibujo descolorido de un mapa, el mismo que figuraba en el diario del Abuelo.
Las paredes de la gruta se estremecieron como si las azotara un terremoto. Los huesos de Glock se hicieron añicos y se deslizaron como gravilla hasta fundirse con el suelo del pasadizo a la vez que por toda la galería resonaba un crujido atronador. En el fondo de la oscuridad unos pasos rápidos pero pesados cruzaron de un lado a otro y las linternas de Timo y Gianno arrancaron de ella destellos fugaces de algo parecido a unos ojos que desaparecieron el instante. El temblor cesó y la caverna volvió a quedar en silencio.
–¿Qué ha sido eso? –preguntó Gianno, la linterna temblaba en su mano. Timo negaba con la cabeza.
–No tengo ni idea– contestó con un hilo de voz.
–Larguémonos de aquí, tío. En esta cueva de mierda no hay nada.
Guardaron silencio durante algunos segundos, no se oía nada, no se veía nada.
–No. Continuemos –ordenó Timo–. No hemos venido hasta aquí para darnos la vuelta con las manos vacías.
El italiano no salía de su asombro.
–Pero ¿y el temblor? ¿Y lo que hemos visto?
–Un murciélago.
– ¿Y el temblor?
–Esas cosas pasan en cavernas como estas.
Gianno resopló y le pegó un empujón en la espalda.
–Tú estás loco, pero yo me marcho –dijo, dándose la vuelta. Apenas se había alejado unos metros el suelo desapareció bajo sus pies y se vio arrastrado al vacío por una especie de rampa en medio de un grito desgarrador. Timo salió corriendo detrás de él pero lo único que encontró fue la cima polvorienta de un desprendimiento, seguramente ocasionado por el temblor.
– ¡Gianno! –gritó. Unos segundos después le llegó la voz del italiano.
– ¡Estoy bien! –gruñó éste entre toses– Al menos no me he roto nada. Aquí hay otro conducto pero es imposible subir por donde me he caído. Sigue en la misma dirección, tal vez nos juntemos luego.
Poco a poco la voz de Gianno se fue perdiendo en la profundidad del túnel, Timo se alejó de la boca del agujero y recobró su camino por encima de las cenizas de Glock. Se introdujo en la oscuridad del pasadizo, cada vez más asfixiante y tortuoso, esquivando mazacotes de roca desprendidos y sorteando grietas del tamaño de un hombre, con el único objetivo de encontrar el famoso tesoro del Abuelo y salir de allí echando leches, con o sin el italiano. Llegado a un punto el conducto desembocó en una especie de cúpula y se bifurcaba en dos direcciones distintas.
–Mierda –murmuró–. No decía nada de esto en el diario.
Era cierto, el viejo libro no hablaba en absoluto de cavernas titubeantes ni de criaturas nocturnas ni de bifurcaciones del camino. Se detuvo para revisar las instrucciones por enésima vez y escuchó un gruñido profundo y salvaje, como de un animal gigantesco, procedente de alguno de los conductos. ¿De cuál?
– ¿Gianno? –se acercó a uno de ellos– ¡Gianno!
La oscuridad no le devolvió ninguna respuesta, así que cerró el libro y volvió a guardarlo, decididamente a partir de entonces resultaba inútil, y empezó a caminar por el túnel que tenía más cerca. Parecía internarse en las profundidades de la tierra, el aire, el poco que había, era denso y viciado, infestado de vapores que llegaban a escocer los sentidos, sin embargo las paredes estaban húmedas, resbaladizas, y el suelo crujía cubierto de una especie de polvillo, similar al yeso. Empezaba a imaginar el tacto de las perlas y del oro caribeño en sus manos cuando le hizo estremecer un alarido aterrador lejanamente humano. Se trataba de Gianno, era su socio el que gritaba. Y su voz resonaba en las paredes de piedra como la acometida de un cuchillo.
La luz de Timo buscó en la oscuridad, imposible adivinar a qué distancia se había producido el grito. Intentó correr por el pasillo, y cuando pocos metros después el olor a sangre y vísceras se había intensificado, empezó a escuchar los jadeos y los estertores de muerte del italiano. La linterna le encontró, encontró sus partes, primero un brazo, aferrado a una linterna estampada contra el suelo, después las piernas, amasijos palpitantes de músculo y neopreno desgarrados como sacos de carne. La cabeza seguía unida al cuerpo, colgando boca abajo, su pelo rubio y sucio rozaba el suelo y su abdomen… La luz de Timo encontró su abdomen embutido en las fauces de un ser descomunal, deforme, una criatura a la que no supo dar nombre y que su cerebro no consiguió asimilar. Timo abandonó a su amigo y lo abandonó todo, dio media vuelta y deshizo sus pasos huyendo de aquel engendro. Llegó a la desembocadura de los dos conductos y recordó que el camino de regreso estaba cortado por el fatídico desprendimiento que había arrastrado con él a Gianno. Su única alternativa era internarse por el segundo túnel y apostar todas sus fichas a que aquel le brindara una manera de salir de la caverna.
Sus pasos precipitados tropezaron con todo tipo de obstáculos invisibles, algunos rígidos como rocas que taladraban sus canillas, otros blanduzcos y viscosos que se pegaron a su piel y parecían trepar por ella. No escuchaba a su espalda los pasos del monstruo, no sentía su aliento tras él ni el temblor en las paredes que indicaría que le perseguía, pero aún así no se sentía aliviado en absoluto. No lo haría hasta que notase en su cara primero el agua tibia del mar Caribe y después la brisa fresca de la superficie. El motor de la lancha, eso era lo único que querría oír ahora.
La luz de la linterna danzaba desbocada sobre las paredes de granito, no tardó en encontrar los restos del desprendimiento y Timo los trepó para pasar al otro lado. Había conseguido llegar en su huída más lejos que Glock, pero todavía no podía considerarse a salvo. Ese túnel era más estrecho y tortuoso y ni siquiera podía asegurar que tuviera salida al mar. Entonces la providencia le llevó hasta lo que andaba buscando.
Había estado allí, aunque alguien se lo había llevado. La roca roja estaba allí, la pintura un tanto ajada, ennegrecida por el tiempo. Debajo, cuando Timo la empujó, la bolsa marrón con las iniciales del Abuelo ocupaba un espacio cavado con torpeza en el suelo. Estaba vacía. Sólo quedaba en ella un jirón de tela enmohecida, un retal bordado con el escudo de la Revolución. Detrás, alguien había pintado con letras gruesas: Gracias, Viejo.
Timo dejó caer la bolsa al suelo, sintiendo las lágrimas agolparse al borde de sus ojos y la desesperación acumularse en su pecho. El zarpazo en la roca le despertó de golpe y borró de su mente bolsa, tesoro y Abuelo. Había fallado por poco y Timo sabía que eso podía no volver a repetirse. Un segundo azote le dio la vuelta y le enfrentó cara a cara con el monstruo. Cara, por llamarlo de alguna manera. El ser abrió sus fauces en un rugido demencial que hizo sangrar los oídos de Timo y sus ojos vacíos se clavaron en los del chico como centellas negras la luz de la linterna. Cuando aquellas garras se abalanzaron sobre él consiguió esquivarlas dejándose caer al suelo y gateando logró alejarse de allí. Su hombro sangraba agotando sus fuerzas, sus rodillas se desgarraban al arrastrarse por la roca dura y para colmo estaba completamente a ciegas. Había perdido la linterna.
Una pared de piedra detuvo su huida casi antes de comenzar. Consiguió trepar, se dejó caer al otro lado y se quebró un tobillo por ello. Sólo podía oír los gruñidos de la criatura que le seguía con asombrosa facilidad, como si pudiera ver en la oscuridad, como si dominara el terreno. Timo intentó ponerse en pie, quiso correr, tirando de su pierna inútil, incapaz de mover el brazo derecho, tentando la pared con la otra mano para avanzar. Las pisadas del ser hacían temblar el suelo detrás de él, un aliento pútrido y abrasador erizaba su nuca y cuando creía que todo estaba perdido el pasadizo desapareció, cayó al agua y empezó a hundirse.
El corazón le dio un vuelco y su cuerpo recuperó nuevos bríos. La gruta terminaba allí donde había empezado, solamente le restaba nadar, bucear fuera de allí y ascender hacia la superficie. Pero sin oxígeno, sin linterna…
No quería pensar en nada de aquello. El ser se había zambullido detrás de él, podía sentir la vibración del agua en sus pies con cada una de aquellas colosales brazadas. Se sacudió en la oscuridad esforzándose por desplazar algo de agua con su único brazo y su única pierna y sólo la suerte quiso que no tardara en encontrar la abertura en la roca que salía de la cueva. No le quedaba mucho aire, por eso utilizó sus manos para avanzar con la ayuda de los salientes del pasadizo, sabía que pocos metros después encontraría el mar abierto, y si los pulmones se lo permitían, también la lancha. Luchó, luchó con todas sus fuerzas por no desfallecer, por no perder el sentido. No le quedaba aire, no le quedaba aire, ¡no le quedaba aire!
El conducto no terminaba nunca.
Timo sabía que se estaba ahogando, los últimos salientes antes de esa débil luz que titilaba al fondo parecían demasiado lejanos, y luego el mar, todavía le quedaba mucho mar antes de la superficie. Se ahogaba, sus pulmones contraídos eran presa de convulsiones, el pecho le estallaba de dolor, la cabeza le daba vueltas, perdía la visión, así como las energías para seguir braceando en lugar de rendirse al instinto y abrir la boca, dejar entrar el agua, a falta de aire.
Aire, aire ¡Aire!
Había llegado al borde de la abertura. Unas mandíbulas como de acero se aferraron a su pie, se lo llevaron con ellas. Después la pantorrilla, un muslo.
Timo no sintió el dolor, sus ojos se fueron nublando, fijos en la sombra gris de la lancha que bailaba en la superficie. La criatura engulló su vientre, su brazo sanguinolento, lo último que Timo escuchó fue el crujido de su propio esternón astillándose al ser masticado por aquella bestia. Su cabeza y su brazo estirado hacia la luz se desprendieron de su cuerpo, se deslizaron por el fondo del mar dejando tras de sí un hilo de sangre que parecía jugar con las corrientes y los bancos de coral. Lo que quedaba de Timo salió a la superficie, su cabeza carcomida por los peces miraba al cielo rojizo del alba, su brazo rígido señalaba de forma macabra a la lancha motora que nunca conseguiría alcanzar.

Fin.
Homenaje a H. P. L.
Publicado el 19-oct-08 en

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