martes, 18 de noviembre de 2008

Doomsday: El Día del Juicio



Doomsday

Mad Max del acero: rescate en Glasgow 28 días o semanas o minutos después.



Una mañana perdida en el otoño de 2007, despacho de Pez Gordo con Corbata, productor temerario:

-Oye, este tío ha hecho un par de películas rentables, ¿por qué no le ponemos en la mano chorrocientos millones de dólares y que nos haga lo que le salga de las pelotas?
Esa misma noche, salita de estar de Neil Marshall, cenita con colegas, El Diablo de la Carretera en el DVD y cigarritos de la risa para todos. Contando los billetes que el Pez Gordo con Corbata le ha puesto sobre la mesa:

-Eh, tíos, tíos, tengo una muy buena, ¿por qué no hacemos un refrito de nuestras pelis favoritas?
- ¿Se puede?
Marshall se encoge de hombros.
-Pse, claro. A mi me la suda. Ya verás como más de un capullo va a verla.
-¿Y tú crees que gustará?
-¿Es que tú no ves todos estos billetes?

Así nació Doomsday: El día que Neil Marshall descubrió el “Corta y Pega”.


¿Decepción? Joder, pues sí. No es que yo sea un gran fan de Neil Marshall, de hecho, me chirría bastante que todo el mundo alabe tanto una peli que a mí me dejó a medias, como The Descent, que sólo me gustaba regular hasta que salió el émulo de Gollum y a partir de entonces dejó de gustarme del todo. Sin embargo reconozco que no es mala peli y que consigue crear ese ambiente de claustrofóbica y agónica ansiedad que le da un puntito por encima de otras. A mí me gustó más Dog Soldiers, soy así de raro, pero igualmente creo que se desinfla a medida que el metraje avanza y termina como una patada en los cojones.

En todo caso, ¿qué narices ha hecho Neil Marshall con Doomsday?

Es sencillo de explicar. ¿Quién de nosotros no cogería un cheque en blanco de su productor y un despliegue brutal de medios y efectos especiales y tunearía sus clásicos más queridos para hacerlos a su gusto? La única pega para Marshall es que no tenía presupuesto para cinco películas sino sólo para una y tuvo a hacerlas todas juntas. Quiere homenajear tantas cosas que al final se caga en todas ellas. Tanta escena reconocible entorpece y distrae, devalúa y condena la película.

Porque Doomsday es un truño clasificado minipimer en algunos países. Un despropósito adrenalítico pero impersonal que dice muy poco de un director que apuntaba buenas maneras, por lo menos, maneras diferentes, y que se fuma la originalidad enrolladita en papel higiénico. No sé si me explico.

Lo que resulta de tanto póster flipante y de tanta imagen potente es porno a secas, una sucesión de secuencias sobrecargadas y excesivas que apenas conectan entre sí. Ni falta que hace.

(Por cierto que en Wikipedia dicen que Neil Marshall elaboró una lista de sus 9 películas favoritas entre las que está El Guerrero y la Hechicera”. Oh, Dios, mío...)


La película empieza con una atrocidad impresionante, secuencia inicial desmedida, alucinógena y tan inverosímil que deberían darnos con la entrada un bote de vaselina. Porque que un virus letal surja como de la brisa en toda Escocia y el Gobierno encierre a los escoceses tras un muro de acero de costa a costa es una burrada, pero que los militares abran fuego por sus cojones contra la multitud desesperada y las autoridades les dejen pudrirse allí durante años no es inverosímil, es una falta de respeto, que no somos idiotas.

Pues resulta que ¡25 años después! los satélites del gobierno que controlan la zona descubren otra vez vida humana. Pero vamos hombre, qué mierda de satélites son esos si, como vamos a descubrir enseguida, el pifostio que tienen montado en Escocia es para que se oigan los gritos y se vean las luces y el humo desde Irlanda.


A este pobre hombre le van a freír a tiros. Dos películas más como ésta y cuando un inglés coja una gripe le va a caer la del pulpo.


Da igual, nos lo tenemos que tragar también. Cuando el famoso virus segador aparece -¡flop!- en el centro de Londres, toma ya curso CCC de biología viral, el gobierno británico, que tiene alguna especie de plan pero que a Marshall se la suda, y así nos lo transmite a nosotros, envía al otro lado del muro a Rhona Mitra Plissken, con parche y todo. ¿Dónde está la fina línea que separa el homenaje del robo?


Pero los “homenajes” de Marshall no terminan ahí, ya que, como quién pone la bibliografía al final de un trabajo, uno de los soldados que acompañan a Alice, perdón, a Rhona Mitra, a la caza del antídoto se llama Carpenter y otro Miller, para que no queden dudas.

Hasta ese momento la película parecía caminar por la línea de 28 días después, Resident Evil o 28 semanas después, que por cierto, menudo pavor tienen los ingleses con los virus y la medicina, que digo yo que deben persignarse antes de entrar en una farmacia, pero de repente, nada más cruzar el famoso muro aparecemos en Australia, terreno del Mad Max de Miller, porque lo que ataca y por cierto derrota a nuestros hábiles e intrépidos especialistas de élite no es una manada de zombies hambrientos, sino una horda de ciberpunks puestos de ácido hasta las cejas que derriban sus carros blindados y les hacen prisioneros con poco más que hachas, cadenas y palos. Fíate tú del MI6.

Qué joyita… / Lo mejor de la película.


El lider de estos maníacos se llama Sol, dicho todo queda. Es una especie de Carlos Sobera oligofrénico, saltarín e hiperactivo que organiza shows circenses con mujeres desnudas antes de servir a sus huestes fileticos de carne humana.

Pa’ mear y no echar gota… No me reí, la vergüenza ajena y la impresión de que me estaban
tomando el pelo pudieron conmigo.

Pero eso no es todo, ni tampoco lo peor, porque cuando consiguen escapar del circo son ¿rescatados? por el otro bando en discordia, el resto de la población superviviente que vive bajo el gobierno de un científico ultrafanático en una aldea a la antigua usanza de la Edad Media.

Y digo yo: lo siento Señor Marshall por no haber visto su película en las mismas condiciones en las que usted la escribió, es decir, emporrado y con grandes dosis de alcohol al alcance de mi mano, pero ¿qué coño tiene que ver lo que le ha sucedido a esta gente con la vuelta a la edad media? ¿Cuántas tiendas de disfraces han tenido que saquear? ¿Cuántos museos? ¿Por qué renunciar a la electricidad, a los coches, al siglo XXI? ¿Es que Escocia no tiene recursos de que abastecerse y era necesario el retorno a la vida feudal? ¡Joder que hacen torneos y hay tíos vestidos con armadura! ¿En qué estabas pensando, Neil, angelito?




Observen una de las escenas eliminadas de este engendro. Aquí vemos lo que realmente quería hacer Marshall.



Lo más descacharrante es que uno de los bandos tiene electricidad, coches y hasta música, pero vive oculto en las antiguas ciudades, y el otro no se oculta una mierda -¿dónde estaban esos satelites?- pero no tiene de nada. Incoherente por todos lados.

¡Y una vuelta de tuerca más! Todo es tan surrealista, tan estúpido y manipulador que como por arte de magia aparece en Camelot un cochazo Bentley que llevaba en una caja 25 años y al que no sólo no le ha entrado polvo sino que se le conserva la gasolina y mantiene intactas todas sus capacidades.

Navidad, Navidad, dulce Navidaaaad...


Pues ahí vamos, que la ocasión la pintan calva, piensa Snake Mitra. Se lleva a los colegas que le quedan y a una nativa que -literal- no sabe para qué sirve un coche y sale quemando goma del Reino del Dragón de regreso al muro de Adriano. Por el camino se tropieza con el discretísimo autobús de Sol, que la cosa no iba a quedar así, pero claro, qué puede hacer él contra un Bentley Gran Reserva (por lo de conservarlo en barrica) y pierde la cabeza por el camino.


Pues punto pelota. La impávida heroína contacta con su estereotipado superior y sacan del país a la superviviente con la intención de utilizar su sangre para crear el antídoto del virus y salvar a la población de Londres, eso sí, cuando al gobierno le venga bien, que tampoco hay tanta prisa. Y en un epílogo para rizar el rizo y que vomiten los que no lo hayan hecho todavía, Rhona Mitra recupera la cabeza del Sol y se presenta a las oposiciones para nueva jefa del comando Ciberpunk. Se ve que le aburría lo de ser policía.


Si no puedes con ellos...


Vamos a ver.

“La peli no es mala”, dirán, “es que no se toma en serio...” ¡Coño, pues que haga reír! Pero no, no es Planet Terror y tampoco creo que vayan por ahí los tiros. No pocas películas homenajean a grandes clásicos de uno u otro género sin por ello perder la dignidad ni causar vergüenza ajena. Ni la insistente campaña publicitaria ni las expectativas generadas al contar con este director parecen enfocadas a crear una película ligera o que no se tome en serio a sí misma. Doomsday sí se toma en serio y sí pretende tener una entidad dentro del género de ¿terror? ¿ciencia ficción? que se desinfla desde que una bala destroza el ojo de una niña pequeña y la chiquilla ni llora.

Lo que tenemos aquí es una maniquí protagonista que sólo sabe poner un gesto durante toda la cinta, tal vez por eso veamos más veces su culo que su cara, es cierto, pero que Rhona Mitra está buenísima es algo que ya sabíamos antes de verla hundirse en un papel que le queda enorme.

Y aquí me enamoré de ella...


Lo que hace Neil Marshall es sodomizar cuatro o cinco clásicos de los últimos treinta años y restregarnos por la cara que puede hacer lo que le de la gana con ellos, sin importarle cuánto de lo icónico de aquellas películas míticas queden a la altura del betún.


Los personajes no tienen alma ni profundidad ninguna, ni siquiera el de la protagonista, con quién no llegamos a empatizar en ningún momento, que nos es tan antipática y distante como si fuera de escayola. Bob Hopkins anda perdido, dejando entrever que aceptó participar para cubrir algún atraso del alquiler, si no, no me lo explico. Pero lo de Malcom Macdowell... cuánta lástima darse cuenta de que el último buen trabajo de un actor fue el primero.

La trama es tan difícil de creer, de aceptar, que genera una distancia infranqueable entre nosotros y lo que estamos viendo, y así la población virulenta de Londres nos importa lo mismo que a su propio gobierno: un mojón. Ni que decir tiene lo que nos valen los miles de escoceses aislados, cada uno con su paranoia, manada de subnormales reducidos a monigotes por un guión que no les respeta. ¿En qué cambia su situación al final? ¿Qué pasa con ellos?

Intentando abarcar todas sus referencias, Doomsday parte de un guión plagado de lagunas en el que el motor principal, el famoso virus, deja de tener importancia a mitad de la película. Pero es que además nos proponen tantas incoherencias que dejamos de cuestionar lo que vemos. Así, nos vale que Inglaterra encierre a toda Escocia tras un muro y nadie haga nada durante 25 años, o que los satélites espía estén apuntando a cualquier lado durante todo ese tiempo, o que la gente sea capaz de seguir a un chalado hasta la edad media sin darle un capirotazo que le baje de la nube. Y así con todo: ¿Qué el virus se salta el muro y tropecientas poblaciones hasta llegar a los Londres? Lo normal. ¿Que el primer ministro se infecta y se pega un dramatísimo tiro? Pues ponemos a otro. ¿Que con la prota iban doce soldados y de repente sólo hay dos? Pues muy bien. ¿Qué las ventanas de una tanqueta blindada se rompen con un palo? Es que venía mal de fábrica. Nos lo tragamos todo, que dirían las hermanas Hilton, vamos, si hasta nos tragamos que Rhona Mitra lleva una microcámara en su ojo de cristal... Claro, y una Playstation en el culo.



Mira, pues en esta escena sí que me partí de risa...


Y con todo la película no aburre. Y no aburre porque Marshall saca a relucir todo su arsenal de casquería desde el primer minuto hasta el último, o sea que para los fans del gore más gratuito será hasta un peliculón de culto. Por que no sólo vemos cabezas humanas cercenadas o estallando contra las paredes. Vemos vacas pisoteadas por tanquetas, conejos reventados en primer plano y también un cuerpo humano fileteado a la brasa igual que el pollo en un Kebab Donner. Lo cierto es que sin esa casquería la película sería completamente infumable, pero con eso tampoco basta.

Y repito lo de antes, si al menos hiciera gracia...


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domingo, 16 de noviembre de 2008

Asesinato Justo




Mucho tiempo ha pasado desde aquella memorable y fugaz escena de Heat, pero mucho más es el tiempo que los más apasionados cinéfilos y admiradores de estos dos astros llevamos esperando para verlos juntos en pantalla y formando parte de una historia que mereciera la pena. Jon Avnet nos ofrece sólo una de estas dos cosas, porque si bien Asesinato Justo es la única oportunidad de admirar a DeNiro y Pacino compartiendo plano, la película como tal no pasa de un mero entretenimiento, muy alejado de los grandes hitos que ambos nos han regalado a lo largo de sus carreras.

La vieja pregunta de quién es el mejor actor de su generación, si Robert o Al, tendrá que ser respondida a partir de sus trabajos realizados hasta la fecha, es más, quizá debiéramos reducir la lista a sus películas del siglo XX, porque lo que parece claro es que para ninguno de los dos su mejor papel está todavía por llegar. No, desde luego, si siguen empeñados en aceptar roles tan planos y vacíos como los que llevan acumulados en los últimos años.

Pacino rompió en los setenta con su Michael Corleone y sus obras maestras ligadas al hampa y al género policiaco, El Precio del Poder o Atrapado por su pasado marcan un antes y un después en el cine americano. Por su parte, el talento de DeNiro, unido al de Scorsese apabulla con su presencia en Toro Salvaje o Taxi Driver y eso son sólo un par de perlas de una filmografía impresionante en ambos casos.




Lo que está claro es que Asesinato Justo no va a entrar en la lista de las 20 mejores películas de ninguno de los dos, lo que nos deja una sensación desoladora de ocasión perdida, de desaprovechamiento, de cuándo vamos a tener otra oportunidad para que un director –menos coñazo y más capaz que Avnet– consiga sacar lo mejor de dos de los más grandes genios que ha dado el cine americano.

Pero es que la película de Avnet, sin ser un bodrio ni mucho menos, es un producto menor teniendo cuenta su potencial. Es una historia seca, al uso, con giro de guión engañoso e incoherente y con una trama insulsa y mal llevada que además presenta peligrosos tintes fascistas. El pulso de la película es lento y dubitativo, como si no terminara de romper a contarnos algo, como si el preámbulo se alargara por dos horas de presentación de personajes, con la cámara regodeándose, casi de manera hedonista, en mostrar a los dos colosos que tiene delante.

Con la sensación de que Jon Avnet no supo en ningún momento qué hacer con lo que se le echaba encima, consciente de que Asesinato Justo jamás sería su película, sino que siempre será la película de Pacino y DeNiro, el cineasta dibuja un retrato frío y distante de dos inspectores en ocaso y de una realidad policial surrealista y manipulada.

Porque uno de los grandes fallos de Asesinato Justo es lo difícil de creernos lo que está pasando, de entrar en el juego que nos propone. Lo que narra es tan inverosímil, tan forzado, que en ningún momento podemos dejar de cuestionar que la policía de Nueva York sea tan inútil y sus maleantes tan confiados. Si para colmo le añadimos un guión tramposo que parece sacarse escenas de la manga… porque ¿a qué viene esa violación? ¿Ganas de inmolarse?


La película juega todas sus bazas a su pareja de actores. A un DeNiro que parece tener ganas de terminar cuanto antes –igual que en todas sus últimas intervenciones, por cierto– y a un Pacino que parece instalado en el histrionismo y la exageración como si desde Pactar con el Diablo se le hubiera quedado atascado el cerebro.

En fin, una pena. Como suele pasar, dos genios tan grandes no están hechos para compartir un mismo espacio. Tal vez más adelante, con una historia y un director que de verdad lo merezcan.

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jueves, 13 de noviembre de 2008

Voces.




El pasillo de la planta baja era oscuro y estrecho. Al fondo, una única luz brillaba en el umbral de las escaleras que bajaban al sótano, a la sala de la caldera, allí donde una noche más volvían a escucharse las voces.

Cristóbal era el tercer vigilante nocturno en lo que iba de año, el undécimo desde que, según la leyenda, empezaran a escucharse los gritos. Ninguno de sus predecesores habían terminado en condiciones de contarlo, tres estaban ingresados en diferentes centros psiquiátricos, cinco habían desaparecido, el resto se había suicidado.

El complejo llevaba cerrado más de sesenta años, abandonado en algún momento cercano al final de la Guerra Civil. Había sido concebido como hogar de discapacitados a principios de siglo y reconvertido en hospital de campaña durante los años más oscuros de la contienda. Los últimos informes databan del cuarenta y dos, después, nada. El terrible incendio había devorado dos de las alas anexas y parte del edificio principal, los expertos declararon que el fuego había surgido de un fallo en las conducciones de la caldera, pero nadie había querido investigar más allá. Ni causas, ni víctimas, ni responsables, todo había quedado silenciado. Hasta que la llegada del nuevo equipo ministerial supuso el inicio de las labores de restauración del viejo y defenestrado caserón.
Cuatro años antes de que Cristóbal consiguiera el puesto las autoridades habían vuelto a abrir las puertas, habían quebrado los sellos, habían desenterrado sus secretos. Y habían dado comienzo a las voces.

Aquella noche, como otras tantas, Cristóbal atravesó el estrecho pasillo con la linterna tiritando en su mano zurda y la diestra aferrada a la empuñadura de la porra que llevaba sujeta al cinturón. Sólo llevaba dos meses en aquel trabajo, y jamás hubiera imaginado que el terror iba a comenzar tan pronto. Le habían hablado de las voces, no le habían ocultado nada. Le habían explicado los misterios y los inconvenientes de aceptar el turno nocturno de vigilancia en un hospital abandonado, en un hospital con esa historia, en un lugar con aquella leyenda negra. ¿Qué había ocurrido entre sus paredes en el año cuarenta y dos? Las voces intentaban explicarlo, pero nadie sabía o quería hacerles caso.

Los gritos no sonaban cada noche, sino solamente algunas, en las madrugadas más frías y silenciosas de la sierra de Madrid. El tiempo parecía detenerse, el aire empezaba a oler a rancio, a reseco, chillidos como de reses siendo abiertas en canal recorrían las paredes del antiguo sanatorio como un filo de navaja. Siempre procedían de la habitación de la caldera, igual que el calor, el olor a sudor sucio, igual que la temperatura infernal que surgía de una caldera muerta hacía más de medio siglo.

Cristóbal volvió a sentir su corazón acelerarse cuando llegó al final de la escalera. El titubeante haz de su linterna dibujó un círculo espectral en la pared de hormigón que conducía a la puerta reforzada de la sala de calderas. Empezó a avanzar, muy despacio, sabiendo a ciencia cierta que el calor que sentía al acercarse era sólo producto de su imaginación, así como las voces, los gritos, chillidos estremecedores de niños ardiendo. ¿Qué ocultaban aquellas paredes? ¿Qué escondía esa máquina infernal? ¿Qué habían hecho con ella?
Los gritos se clavaban en las sienes del vigilante rompiendo su fortaleza, pensó que por qué las autoridades no se decidían a derruir el ala de la caldera, ¡el edificio entero!, olvidar la restauración y enterrar para siempre los terrores y los crímenes cometidos ahí dentro. Entonces las voces gritaron más fuerte.

¡Basta!, chilló Cristóbal, cerrando el puño entorno al pomo que parecía arder en su palma. Sólo tenía que entrar, cerrar la llave una vez más, así cesaría el dolor, cesarían los gritos. Al menos hasta la próxima noche.

Antes de abrir ya sabía lo que iba a encontrar al otro lado, nada. La sala iba a estar vacía como siempre, la caldera fría y sus juntas oxidadas, la vieja rueda hexagonal giraría con un quejido para acallar los gritos que no pertenecían a nadie de este mundo, que no eran reales, que nunca lo eran. Realizaría el ritual, jugaría con ellos una vez más, pero cuando el calor y las voces desaparecieran de nuevo correría hasta su garita y engulliría un litro de café pensando en cómo redactar su carta de despido. No lo soportaba más. No quería acabar como los otros, completamente loco.

Su mano giró el picaporte y empujó la puerta sin esfuerzo, qué raro, debería estar oxidada. En lugar de una habitación oscura encontró la sala iluminada, caliente, vibrante debido al inmenso calor que despedía el monstruo de acero que dormitaba en su interior. Los gritos resonaban con más fuerza que nunca en unas paredes de cemento que habían perdido sus telarañas como si no las hubieran ganado nunca, los tubos de metal que recorrían el suelo y trepaban hacia el techo aparecían relucientes como recién bruñidos y hasta la última de las herramientas estaba colocada en su sitio. La puerta se cerró de golpe tras los talones de Cristóbal.

En el centro de la habitación la calabaza de acero parecía mirar a los ojos del vigilante. Un fuego infernal se sacudía en su interior, golpeando el cristal del ventanuco redondo de su única puerta. Las llamas crepitaban despidiendo por las rendijas de la caldera un intenso calor y un hedor a carne quemada que Cristóbal no había experimentado antes. Nada de eso debería estar pasando, nada debería ser tan real, o al menos no parecerlo. Sin embargo el sudor se deslizaba por su piel desde debajo de su gorra y sentía el dolor del fuego calentando su cara, su uniforme, sus manos. Los chillidos brotaban del interior de la caldera, no cabía duda, tan dolorosos, tan intensos, que estaban rompiendo el alma del aterrado vigilante.

¡Silencio! ¡Callad!

Cristóbal dio un paso más hacia la caldera que parecía estar a punto de reventar. Las agujas de sus medidores, que deberían estar rotas e inservibles, marcaban niveles de temperatura y presión sobrehumanos. La visión del vigilante comenzaba a nublarse por el vapor y el sofoco y decidió hacer lo único que sabía podía funcionar: si giraba la llave hexagonal, si apagaba la caldera, podía conseguir que todo terminara.

Se acercó al monstruo de acero con la mirada fija en ese ojo de cristal contra el que se sacudían las brasas, empañado y turbio por la ceniza y que no dejaba distinguir su interior. El plástico negro de la linterna se arrugó como uno de los vasos de la máquina de café que había visto arder en algún momento de aburrimiento, la lanzó contra una de las paredes y alargó la mano hacia la rueda de hierro en la unión de los dos medidores. ¡Está muerta, lo sé!, gritó para sí, al borde de la locura, consciente de que si conseguía hacerla girar, ilógicamente aquel infierno cesaría.
Sus dedos rodearon las muescas de la manivela y dejó escapar un alarido al sentir la piel quemada. El hierro ardía pero aún así reunió fuerzas para obligarse a girar una manija desahuciada desde los años cuarenta. ¿Qué había ocurrido allí dentro? La pieza de metal giró por fin pero lo hizo para separarse de su soporte, para romperse, para desprenderse de la caldera y bailar entre los dedos del vigilante como en una broma macabra. Casi a la vez algo explotó en el interior del horno, su gruesa barriga se estremeció de repente y la temperatura aumentó todavía algunos grados. Los gritos, los gritos, Cristóbal se llevó las manos a la cabeza, ¡los gritos!

Estaba paralizado en el centro de la habitación cuando empezaron los golpes. Aunque le resultara increíble –y qué no lo era ya- procedían del corazón de la caldera, mezclados entre las voces. Eran sacudidas, como pataleos, puñetazos contra las paredes del gigante de acero. Cristóbal retrocedió horrorizado, los gritos además tenían forma, tenían cuerpo y querían escapar. No podía ser cierto, quiso asomarse apenas unos centímetros al interior del cristal y entonces una mano delgada y gris golpeó desde dentro el ventanuco. El vigilante dio un salto hacia atrás y se sintió al borde del infarto. Aquella mano era real, ¡la estaba viendo! Los dedos huesudos se deslizaron por el cristal dejando una marca como de cinco arañazos en el hollín. Había gente allí dentro, era cierto, había gente abrasándose viva.

Cristóbal se abalanzó contra la puerta y trató de abrirla pero sólo consiguió quemarse los dedos y que el calor sofocante le dejara sin respiración. Volvió a intentarlo, golpeó el cristal con su porra, buscó entre las herramientas con qué forzar la maldita caldera pero todo fue imposible. Aquellas personas se estaban quemando ante sus ojos sin que pudiera hacer nada para evitarlo.

Entonces los gritos cesaron y, de alguna manera, Cristóbal lo entendió todo. Aquellos condenados no estaban intentando salir, ya estaban muertos de todos modos.

Se dio la vuelta hacia la caldera y encontró la portezuela abriéndose lentamente. Distinguió las sombras retorciéndose entre las llamas. Brazos, torsos, ojos que le buscaban, ojos que le encontraron.

Echó a correr hacia la puerta de la habitación mientras, a su espalda, una pierna ennegrecida surgió de las fauces de la caldera. Un ser calcinado salió de su interior, luego otro, vestían jirones quemados de batas de hospital que debieron ser azules y presentaban vagamente forma humana. El vigilante chocó de sopetón contra la puerta y contra la realidad al mismo tiempo: aquella puerta no iba a abrirse, nunca más, al menos para él. Chilló como no había chillado nunca y lloró como un niño antes de que la mano caliente y descarnada le agarrara por los pelos y le diera la vuelta.

La forma le miró con su único ojo, cabeza sin pelo y pústulas por todo el cuerpo. Detrás de él le esperaban más. Cráneos rapados, cicatrices, puntos de sutura, sangre en encías y globos oculares. Enfermos, todos enfermos. El fruto de la ignorancia, del miedo, de la crueldad y de la matanza. Le miraron durante unos segundos y él leyó la venganza en sus rostros. Sacrificio, escuchó, no supo bien de dónde. El olor de sus propias heces se confundió en su cabeza con el de la carne quemada, el de los brazos y manos que le agarraron y le levantaron del suelo, que arrancaron su mano del picaporte de la puerta cerrada, de su último asidero con la realidad. Gritó en busca de auxilio pero sabía bien que nadie iba a oírle, igual que sabía que nadie iba a encontrarle, que le darían por desaparecido como a los otros vigilantes. No había podido escapar a la caldera, no había podido eludir la purga de los pecados de otros.

Las criaturas tiraban de él hacia el interior de la caldera mientras luchaba por escapar de la muerte. Golpeó a una de ellas en la cara y escuchó el crujido de la piel quebrarse cuando su puño atravesó aquella cabeza tostada y reseca. De una patada arrancó un brazo decrépito que le agarraba el tobillo y por un momento consiguió zafarse y correr otra vez hacia la puerta. Pero las criaturas doblaron su esfuerzo, más y más de ellas brotaron del interior de la caldera que parecía vomitar cadáveres calcinados. ¿Qué había sucedido ahí dentro? Los enfermos volvieron a abalanzarse sobre él, le agarraron quince brazos, treinta manos, despojos de mujeres y niños le asieron del pelo y le mordieron las manos, los hombres más fuertes le levantaron del suelo y le cargaron en volandas hacia las fauces abiertas de aquel horno crematorio infernal, mal parto de las mentes enfermas de hombres supuestamente cuerdos.

Las suelas de los zapatos del vigilante se derritieron como goma y los dedos de sus pies ardieron en llamas. Sus gritos eran tan fuertes como lo habían sido los de las criaturas durante aquellas noches horribles de hacía sesenta años. Sus tibias crujieron, las rótulas estallaron y sus muslos se llenaron de ampollas sangrantes. Los testículos de Cristóbal reventaron y empezaron a brotarle llamas del abdomen, estómago y demás vísceras incendiadas, pero no conseguía morir. El humo encharcó sus pulmones pero la asfixia tampoco acabó con él. La piel de sus manos se desprendió del hueso y se arrugó hacia atrás como un calcetín, con medio cuerpo dentro de la caldera los globos oculares saltaron de sus órbitas y su cabello ardió como un manojo de bengalas. Las criaturas entraron en la caldera detrás de él, se sentaron a su alrededor en el centro de las llamas. Le miraban. Le oían chillar, le observaban consumirse. Entonces sus voces se unieron a la suya. Voces estremeciendo los cimientos del viejo sanatorio, los crímenes del pasado, las raíces de un mal ancestral. Del mal que surge del propio ser humano.

Dieciocho minutos después de haber empezado, todo terminó de golpe. La caldera se apagó y las voces… las voces guardaron silencio.



Publicado el 13-nov-08 en

Publicado el 13-nov-08 en

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