La lluvia, el mar, la bala.
El cañón de la pistola estaba cálido y sabía a metal. Lo acarició con los dientes antes de que su lengua lo notara y se estremeciera por la sensación amarga y acre. El olor de la pólvora le picó la nariz desde el interior del tubo de acero así que se contuvo para no estornudar. Estaba llorando, pero su dedo no dudó a la hora de abrazar el gatillo.
Diecisiete horas antes estaba teniendo una tarde de perros, y la maldita lluvia lo empeoraba todo. Víctor se aflojó de un tirón el nudo de la corbata y, una vez Estefi se hubo acomodado a su lado, salió al tráfico pasado por agua musitando una maldición. Sólo tenía ganas de llegar a casa, arrancarse de cuajo ese traje y tirarse en el sofá a ver cualquier mierda en la tele. Necesitaba una copa, una copa y un bocadillo grasiento para digerir ese día.
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